Levantar el edificio sonoro de la Quinta Sinfonía de Anton Bruckner no es tarea fácil para una orquesta. Se trata de una obra muy larga —80 minutos— llena de fuertes contrastes. Contiene momentos donde, por ejemplo, el viento madera se engolfa en caracoleantes diálogos en solitario, los metales coronan los tutti con plenitud decibélica o las cuerdas se enfrentan a multitud de episodios de figuras repetitivas con infinidad de requerimientos dinámicos. Es una sinfonía salvaje, o poco civilizada, por lo insólito del tratamiento de la materia musical, puede que afectado por el proceso de autoexigencia al que se sometió su autor, que, reconozcámoslo, consiguió en sus siguientes obras un fluir más natural del devenir sonoro. En la Quinta, la sensación de música estática, y extática, es mayor.

¿Por qué este breve exordio sobre la obra? Porque, de entrada, sabíamos que iba a llevar a la Orquesta de Córdoba y su titular, Domínguez Nieto, al límite de sus posibilidades, cuando, ni por plantilla habitual ni por la acústica del Gran Teatro, se reúnen a priori las condiciones adecuadas para interpretar la pieza. Desde el leve arranque del primer movimiento, nada misterioso y más suave de la cuenta, se fue levantando el edificio de manera ordenada, al tempo cómodo que requería. Pero la velocidad, apta para enunciar la obra pero no para articularla, más el ímprovo esfuerzo de Domínguez-Nieto por ordenar todas las entradas, todas las intensidades, hizo que la tensión global se quebrara y que el foco se pusiera en una sucesión de los episodios en los que la Orquesta no terminaba de brillar: momentos de la cuerdas sin empastar, metales que lo sepultaban todo, maderas que hacían mecánicos sus íntimos arabescos. Mejoró el Adagio con su segundo tema, dicho con intensidad y lirismo. El Scherzo estuvo bien tocado. El director intentó arrancar el carácter danzable del movimiento ma non troppo y no terminó de aflorar el humor rústico que atesora y que es su mayor secreto.

Hasta el inicio del cuarto movimiento, la sensación global del concierto estaba siendo la de un exceso de dictado y de prudencia que solo servía para desnudar los límites de la orquesta. Y sin embargo, desde la entrada del tema burlesco y su posterior fugato, allí ocurrió un milagro. La música empezó a discurrir con sentido, la cuerda se empastó, los planos sonoros se equilibraron, y el caudal sonoro volvió a fluir. La doble fuga se expuso con tensión y se consiguió llegar a la recapitulación con el suficiente impulso para alcanzar, en el remate, la gloria final, recibida con una cerrada ovación ¿Qué había ocurrido allí? ¿Por qué esa transformación final que contrastaba con lo anteriormente escuchado? Preguntas sin respuesta que, al menos, no impidieron que saliéramos con nuestro cuarto de Quinta.