Lil Miquela es una instagramer fake -todo en ella es virtual-, hecho que, sin embargo, no le impide llevar una vida absolutamente normal como influencer. Así, hace cosas tan corrientes entre sus colegas como: a) contar dos millones de seguidores en Instagram; b) grabar canciones con DJ y marketinizar cuanto puede; c) acudir a yoga, Coachella y alfombras rojas; d) ser crujida a críticas a cuenta de, por ejemplo, decir que ha sufrido una agresión sexual siendo un holograma, y e) haber roto con un presunto novio humano y estarse montando estos días un drama contemporáneo sobre lo «jodidamente intenso» que puede ser el primer amor, lo que una pierde de sí misma «al intentar ser perfecta» y lo agradecida que está de que su ex se preocupe por ella «con todo su corazón» y se avenga a compartir la custodia de los dos helechos -Rosalía y Bobby Hill- que tienen en común.

Es cierto que, dado el nivel de chifladura, no debería descartarse que el personaje tenga algo de sátira. De hecho, haciendo un guiño a la orate oficial del ramo, Gwyneth Paltrow, ha llamado «desconexión consciente» a la performance de su ruptura. Sin embargo, la start-up Brud, la empresa tras este fenómeno nacido en el 2016, está lejos de haber creado a Lil Miquela como un azote extrañado de la vida moderna. Más bien, con esta criatura que tiene agentes de prensa y un feed en el que aparecen Samsung, Chanel, Vans y Supreme, la compañía sondea ese filón de negocio que suponen las estrellas en 3D, y por el que el año pasado ya recibió 125 millones de dólares en una ronda de financiación. Al fin y al cabo, dicen ir tras el último unicornio del showbusiness, lo que un inversor de Wall Street llamado Said Cyan Baniste definió tal que así: «Puedes crear Kardashians sin ninguno de los problemas inherentes que conlleva un ser humano».

Los cyborgs, claro, ni protagonizan escándalos ni se meten en charcos más allá de los guionizados por su equipo -¿recuerdan ustedes cuando Kylie Jenner apareció en una foto con una silla de ruedas de oro como accesorio premium?-; implican costes menores, y, sobre todo, las normas publicitarias que obligan a diferenciar la prescripción de la publicidad están hechas para humanos, no para hologramas.

Para las marcas, que estudian hasta qué punto las celebridades de este nuevo sistema de estudios establecen conexión emocional con la audiencia, las estrellas digitales pueden reportar ventajas evidentes en una industria de la influencia que este año moverá 20.000 millones de dólares. Sin embargo, más allá de los réditos corporativos, esta nueva corte virtual arroja un puñado de cuestiones inquietantes a propósito del salto de escala que implica que un ejército virtual de caras y vidas perfectas acaben moldeando los deseos y aspiraciones. Por ejemplo, al florecimiento de este nuevo rostro cyborg en las redes sociales y su impacto en la belleza contemporánea ya le dedicó un artículo en The New Yorker la última estrella revelación del periodismo norteamericanoo, Jia Tolentino.

Con ojo clínico para captar la rareza de los tiempos, la redactora definía esa cara de Instagram que tan bien representa Lil Miquela -ojos asiáticos, nariz caucásica, labios africanos y pómulos nativos americanos- como el de una mujer blanca capaz de fabricar una especie de «exotismo desarraigado». «Es como una composición del National Geographic -escribía- sobre cómo serán los estadounidenses del 2050 si todos los americanos fueran descendientes directos de Kim Kardashian, Bella Hadid, Emily Ratajkowski y Kendall Jenner».

Más allá de este frankenstein virtual e inalcanzable, hay consenso en que ese fenotipo virtual que apuntalan Lil Miquela y sus colegas está moldeando y retroalimentando los cánones estéticos de las estrellas de Instagram, encomendadas a las apps de retoques faciales, al bótox y a la cirugía, conscientes de que su rostro es en realidad su plan de negocios. «La tecnología está reescribiendo los cuerpos, reorganizando las caras de acuerdo con lo que se considera que aumenta el engagement y los likes». De nuevo el diabólico algoritmo.