Durante décadas hemos leído que la denominada Edad Media o Medievo es el período histórico de la civilización occidental que comprende los siglos V al XV. Se inicia en el año 476 con la caída del Imperio romano de Occidente y toca su fin en 1492 con el descubrimiento de América, o en 1453 con el ocaso del Imperio bizantino, coincide con la invención de la imprenta de Gutenberg y, finalmente, marca el fin de la guerra de los Cien Años.

Diez siglos sombríos, un extenso paréntesis tenebroso entre la Antigüedad y el Renacimiento marcado por tiranías, guerras, hambrunas y pestes que califican al medievo europeo como el tiempo de la edad oscura. Curiosamente, en los últimos años arqueólogos y académicos de diversas disciplinas humanísticas se han rebelado contra ese estereotipo y reivindican con sus investigaciones otra visión de esta etapa histórica: el denostado medievo sentó las bases institucionales, políticas, urbanas de la era moderna, abrió rutas comerciales y nacieron estilos arquitectónicos nunca superados hasta bastantes siglos después. Existió una Edad Media iluminada que legó las peregrinaciones y el comercio entre Oriente y Occidente, y nos han llegado millones de documentos literarios, filosóficos y científicos. Se fundaron las escuelas de copistas que tradujeron textos árabes y bizantinos perdidos, versiones latinas de Aristóteles o compilaciones jurídicas que desarrollarían la institucionalización de aspectos políticos y constitucionales de la modernidad. Una revolución de saberes que cristalizaría en una sólida institución: la universidad. Se dinamizó la medicina a partir del XIII, el léxico de las lenguas modernas, el nombre de pila y el apellido a los individuos, o la concentración de poblaciones en torno a lugares de poder: la iglesia y el castillo.