Carlo es de Brasil y tiene 24 años. Llegó a España hace una década, siendo solo un niño, para pasar unas vacaciones con su madre, que vivía entre Málaga y Londres con su novio. Criado por sus tíos, con la figura del padre ausente, acabó quedándose en Inglaterra cuando ella le consiguió un visado de estudios. La presencia de Carlo no cambió los hábitos de vida de su madre, que alternaba «una semana conmigo y tres meses fuera», explica, lo que le obligó a pasar largas temporadas, pese a su corta edad (entre los 14 y los 17 años) completamente solo en una casa que pagaba, pero en la que prácticamente no estaba nunca. Obligado a sobrevivir solo, aprendió a lavar, a cocinar, a limpiar y hacerlo todo sin ayuda de nadie. «Tenía muchos problemas con ella, que tenía muchos cambios de humor y no era una persona de fiar hasta que un día discutimos y me fui», recuerda Carlo. Políglota (habla inglés, portugués, español y un poco de italiano y de francés), buen estudiante pese a las condiciones adversas, tenía un trabajo que conservó durante seis meses, pero luego empezó a juntarse «con quien no debía», explica, y aquello acabaría por pasarle factura. «Llegué a dormir en la calle, o me metía en casa de amigos, mientras iba acumulando problemas con la justicia», recuerda. Gloria Torres, su trabajadora social, que lo acompaña en la entrevista, explica que «en su caso, no hubo delitos graves, pero el cúmulo de muchas causas le hicieron sumar 4 años de internamiento, 3 en semiabierto y 1 cerrado».

Carlo recuerda que durante un tiempo lo detenían y lo soltaban hasta que con 18 años y medio salieron sus delitos de menor y tuvo que ingresar en el centro de internamiento Medina Azahara. «Cuanto te meten ahí no te lo esperas, pensaba que si me había librado antes, pasaría igual, pero no fue así», relata, «estar encerrado me hizo valorar mi libertad, no estaba acostumbrado a acatar órdenes, allí había demasiadas normas para mí, tenía muchas discusiones e incluso intenté fugarme una vez porque no aguantaba dentro, solo quería desaparecer». Uno de sus mayores conflictos era su falta de confianza en la gente. «Estar siempre solo y no poder confiar ni en tu madre hace que te cierres, yo no quería dar explicaciones de mi vida a nadie», asegura sincero.

A los nueve meses de internamiento, se le ofreció la posibilidad de hacer prácticas remuneradas en el hotel Ayre. Según Gloria, «cumplía los requisitos y había que apostar por él porque su permiso de residencia estaba a punto de caducar y para renovarlo necesitaba un contrato». Con su madre desaparecida, renovar los papeles fue un proceso arduo, pero consiguieron demostrar que llevaba cinco años en España y ahora tiene permiso de residencia. La presión del trabajo, la formación y la falta de libertad le hicieron tocar fondo. Fue entonces cuando quiso fugarse, pero acabó dándose de baja voluntaria pese a lo cual el hotel Ayre, decidió darle una segunda oportunidad laboral unos meses después. «Miré al futuro y, con ayuda de Gloria y de mi novia, pensé que tenía que salir de allí con un trabajo», explica. A día de hoy, ha saldado su deuda con la justicia, es jefe de sector (camareros) y tiene contrato indefinido desde hace más de dos años. Según el director de Ayre, «las empresas somos las más beneficiadas, es una experiencia dura, pero muy gratificante implicarte y poder ayudar a estos chavales».

Carlo acaba con un consejo a otros menores que pasen por lo mismo. «Que hagan caso a los educadores aunque sean un coñazo, que miren al futuro y piensen si quieren ser libres o pasar la vida encerrados».