Familias y niños se despiden tras casi dos meses juntos. Dos meses de unión y en los que han aprendido ambas partes. Los chiquillos se muestran nerviosos. Entre sonrisas, Tumass, saharaui que ha pasado el verano en Córdoba, cuenta sus tardes en la piscina, los amigos que ha hecho y a los que está deseando ver el año que viene. Logramos vencer la timidez de Beydala, que nos habla con ilusión de la playa y de la piscina, mientras que Asisa prefiere quedarse con los momentos que ha vivido con su familia de acogida.

«Aprendemos más nosotros de ellos que al revés», cuenta Enrique, que acoge por sexta vez. «Nos aportan solidaridad, otra forma de ver y entender una realidad completamente diferente», confiesa Paqui mientras le echa el brazo por encima a su niña. «Están viviendo algo que no van a volver a vivir, entonces no sé si con esto le hacemos un favor o no. Tengo esa duda siempre», reflexiona Gregorio, quien recuerda que «la mayoría de ellos jamás han sacado agua del grifo o encendido la luz». No obstante, todos coinciden en repetir el año que viene y animan siempre a sus amigos a realizar la experiencia.

Por otro lado, esta acción tiene un importante contenido político, «es una forma de dar voz a la situación del Sáhara Occidental, abandonado y silenciado por España desde hace más de 40 años», recuerda Tomás Pedregal, presidente de la Asociación Cordobesa de Amistad con los Niños y Niñas Saharauis (Acansa). «La gente debería preguntarse por qué están viviendo en campamentos de refugiados teniendo una nación de la que fueron expulsados», sentencia Antonio, vocal de Acansa.

Las risas dan paso al gesto serio y las lágrimas cuando los menores se suben al autobús, camino de Tindouf (Argelia). Todos coinciden en que «no es un adiós, sino un hasta pronto», aunque eso nadie lo puede asegurar. Lo que es seguro es que los niños volverán al desierto, a la oscuridad, volverán a ser invisibles.