Nació un mes de febrero, con frío, y se despidió una tarde de calor, en mayo, el mes grande de Córdoba. Aquel que tanto le inspiró para todas sus obras y del que supo beber y colmarse de aromas para sentirse aún más cordobés. Y se marchó arropado por su ciudad, sin hacer teatro en esta ocasión y sin querer convertir su funeral en un gran drama.

Pero eran inevitables las lágrimas por Miguel Salcedo Hierro. Su mujer, Carmina, y su hija, Marisol, de negro riguroso, tuvieron mil palabras de agradecimiento por las numerosas muestras de condolencia y de cariño. En la misma puerta de la iglesia de la Trinidad ambas mujeres fueron recibidas por el alcalde de Córdoba, Andrés Ocaña, y por la consejera y ex alcaldesa Rosa Aguilar, que se fundieron en grandes abrazos. Dentro del templo, las autoridades, los amigos y los alumnos y profesores de la Escuela de Arte Dramático esperaban el cortejo fúnebre. Entre los asistentes también quiso estar el que fuera alcalde de esta ciudad, Antonio Alarcón. La parroquia para despedir al cronista oficial y al generoso maestro de la oratoria se llenó en menos de cinco minutos. Muy emotivo también fue el acto que organizó el teniente de alcalde de Cultura, Rafael Blanco, en el Gran Teatro, pues abrió sus puertas para que don Miguel le echara un vistazo al escenario desde su particular coche celestial. Ahora puede descansar en paz.