Antes de conocer a Rubén Pérez de la Cruz, hablo con Baldomero Expósito sobre el joven que tiene acogido en casa. "Estaba tirado en la calle, sin rumbo, y lo traje conmigo, es seropositivo y está en paro". Eso es todo lo que sé de él antes de verlo en persona, momento en el que me sorprende su aspecto y su exquisito acento castellano. Mis prejuicios me han hecho imaginar una persona distinta. Sentada en el salón de la casa del Cerro donde conviven los dos, Rubén me cuenta que tiene 37 años y me pone en la mano su currículum vitae, donde figura que es diplomado en Empresariales, en la especialidad de contabilidad y sistemas informáticos por la Complutense y que tiene una amplia experiencia laboral en varias empresas. La última, en Ideas, donde era socio cooperativista.

Cuando le pregunto por su familia, la mirada de Rubén se vuelve incómoda, pero accede a contarme, sin muchos detalles, que hace tiempo que eligió un camino distinto al que los suyos querían para él y que ha sufrido mucho por ello. A duras penas, consigo enterarme de que su padre es sastre y que tiene dos hermanos a los que no ve desde hace años. Todos viven en Madrid.

Su trabajo en Ideas lo trae en el 2002 a Córdoba, donde se instala. Aquí descubre que ha encontrado la ciudad que andaba buscando, harto de la capital. En el 2003, es despedido y, aunque no me deja claro porqué, insinúa algo así como una conspiración familiar. "Ellos son muy religiosos y tienen ideología de derechas. Yo soy agnóstico y de izquierdas" son sus únicas palabras. Cuando se ve en el paro, Rubén cae en la mala vida. "El subsidio de desempleo se me acabó y entonces me fui a la casa de acogida de Cáritas, de donde pasé a la municipal. Allí empecé a sentir los primeros síntomas de la enfermedad". La movilidad de Rubén se vio gravemente reducida. De repente, las piernas empezaron a fallarle sin motivo aparente y fue sometido a diversos análisis que nunca dieron con el origen físico de su dolencia, pero que desvelaron que es portador del VIH. "No sé quién me lo pegó, solo sé que fue por contagio sexual", comenta serio. "Nunca he tomado drogas de ningún tipo", añade.

Cuando se le acaba el plazo para estar en la casa de acogida, conoce a Baldomero Expósito, que suele pasar por allí para echar una mano a los que necesitan ayuda, así que no duda en ofrecerle ir a vivir con él hasta que mejore. Rubén acepta el ofrecimiento. "No quiero que mi familia me ayude, cada vez que lo intentan, me pongo peor", asegura. Hace unos meses, sus padres se desplazaron a Córdoba para saber de él, pero fue Baldomero quien los recibió. "Que me dejen en paz".

Los problemas de movilidad de Rubén no le impiden andar, pero camina con pasos muy cortos, intercalando largas pausas. El día que lo visito, según me cuenta, ha ido a la revisión del psiquiatra que trata su enfermedad. "Me han diagnosticado un trastorno conversivo", un término del que yo no he oído hablar y que él mismo me explica con sus palabras. "Físicamente, no tengo ningún problema que me impida andar bien, el ejemplo más claro es el de la niña ciega cuyos nervios están intactos, ella desea ver, pero no puede". La lucha de Rubén es interna, va más allá de lo físico, se trata de una contienda consigo mismo que, aunque se plantea dura, está seguro de poder ganar.

Para acelerar su recuperación, Baldomero, que por amor al arte hace de padre, psicólogo, enfermero y acompañante las 24 horas del día, está arreglando los papeles para que su amigo ingrese en un centro de Málaga, donde, según parece, hay especialistas que pueden ayudarle a mejorar.