calenda verde

Los últimos avellanos de la Sierra

Comienza la fiesta de la avellana de Trassierra, una buena ocasión para poner en valor un elemento biogeográfico singular y único en el contexto provincial

Fruto del avellano, del que quedan pocos ejemplares en la Sierra.

Fruto del avellano, del que quedan pocos ejemplares en la Sierra. / José Aumente

José Aumente Rubio

José Aumente Rubio

Decía Miguel Delibes que «la destrucción de la naturaleza no es solamente física, sino una destrucción de su significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual y vital de este. Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en el que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante». Sabias palabras del escritor vallisoletano que traigo a colación con motivo de la celebración de una fiesta que comienza mañana en una pequeña población de la Sierra de Córdoba. Me refiero a la fiesta de la avellana de Santa María de Trassierra, que hace honor a la recolección del fruto de los avellanos que antaño se cultivaban en los alrededores de la aldea y que terminó por convertirse en una seña de identidad y protagonista esencial en la economía local durante los pasados siglos.

Muchos de los que visitan Trassierra estos días, y especialmente los más jóvenes, se preguntarán de dónde procede tan curiosa denominación, porque ya apenas quedan avellanos en los alrededores de Trassierra. Cuando era pequeño recuerdo que en los pocos establecimientos hosteleros de la barriada se vendían bolsas de avellanas por estos días de mediados de agosto, dando fe de la pervivencia de este cultivo y paisaje tan cercano a las tradiciones de la aldea.

Existen varios documentos históricos donde se menciona su cultivo. En el Catastro de Ensenada, de 1752, se dice que el plantío de avellano ocupaba 50 fanegas en el término de Trassierra; y en el Diccionario Geográfico de Tomás López, dentro de la descripción del término de Trassierra que hace Fray Juan Ortíz Nadales en 1782, se dice: «Tiene a más de lo dicho muchas arboleas de avellana según el terreno y agua para regar dicha arbórea, pues sin riego vale poco». A mediados del siglo XIX, tanto en el Diccionario Geográfico de Pascual Madoz, como la Corografía de Ramírez de las Casas-Deza se afirmaba que era un cultivo frecuente en los lagares de Trassierra, cuyo término «producía avellanas en abundancia de verdeo y regadío».

A finales de esa centuria, concretamente en la descripción que nos ofrece el documento evaluatorio del Catastro de 1899 se alude a los avellanares como un aprovechamiento asociado a los lagares de olivar y vid, con el fin de aprovechar las aguas de algunos manantiales, y en sustitución del naranjo en aquellas altitudes que presentaban fríos más extremos o mayor incidencia de las heladas, presentando hazas de pequeña extensión y dispersas, con una dimensión media de 3,5 hectáreas.

Muy pocos avellanos quedan ya en nuestra maltratada Sierra de Córdoba. Así, por ejemplo, en los últimos años se ha perdido irremediablemente el avellanar del Caño Escaravita, ante la presión ganadera a la que ha sido sometido aquel paraje; y las ordenanzas municipales del año 1884, al hablar del camino vecinal número 30, hacen referencia al avellanar de la Alhondiguilla, también desaparecido. Los últimos avellanos los podemos encontrar en el arroyo del Molino, cerca del paraje conocido como Baños de Popea; y, formando un bello bosque de ribera mezclados con alisos y olmos, en el arroyo del Bejarano, aunque distan mucho de la que era una «continua bóveda vegetal de avellanos que formaban una auténtica Amazonia en miniatura», en palabras del poeta del grupo Cántico Ricardo Molina, escritas en 1961. En todo caso, es una delicia caminar por los pocos bosquecillos de avellanos que aún perduran, porque nos recuerdan las frondas húmedas de la España Atlántica. De hecho, en la Península Ibérica su distribución silvestre es sobre todo septentrional, y la especie se vuelve más escasa cuanto más al sur. Es un árbol que suele criar en las laderas, fondo de valles fluviales, hoces y barrancos, principalmente en sitios umbrosos y frescos, no ascendiendo generalmente por encima de los 1.500 metros de altitud.

Es difícil conocer cuál es su área natural, por tratarse de una especie cultivada durante largo tiempo por el hombre, pero eso no resta valor a este pequeño y escaso arbolillo que protagoniza las fiestas de Trassierra, que aparece incluido en el Catálogo Andaluz de Especies de Flora Silvestre Amenazada como vulnerable, y que constituye un elemento biogeográfico singular y único en el contexto provincial, que lo hacen especialmente interesante. Se deberían establecer medidas protectoras para salvar a los últimos avellanos de Trassierra, porque, entre otras razones, y como decía Joaquín Araujo, «cuando a uno le quitan su paisaje para siempre le quitan también su historia. Algo que es amortiguado con el irresistible atractivo del urbanismo creciente, con la aniquilación del sentimiento del ser de un lugar».

Los últimos avellanos de la Sierra

Ejemplar de salamanquesa, habitual en las noches de verano. / José Aumente

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«La crisopa o polilla, tras girar en torno a la lámpara hasta atontarse, aleteaba al techo y se posaba dentro del blanco círculo de la luz. Colgado de su esquina, Gerónimo se ponía en tensión. Sacudía la cabeza un par de veces y luego empezaba a escurrirse disimuladamente por el techo, milímetro a milímetro, con la brillante mirada fija en el insecto. Poco a poco se deslizaba por el yeso hasta estar a unos quince centímetros de la presa: allí se detenía un instante y se le veía mover sus dedos almohadillados para afianzarse mejor. Los ojos se le abultaban de emoción, una sonrisa que quería ser de ferocidad horripilante se extendía por su rostro, la punta de la cola le temblaba imperceptiblemente, y con la suavidad de una gota de agua se arrojaba a través del techo; oíase un débil crujido, y Gerónimo se volvía radiante de satisfacción, con las patas y las alas de su víctima asomándose entre los labios cual extraño y estremecido bigote de morsa. Meneaba enérgicamente la cola con aire de cachorro contento, y corría presuroso a su rincón para deglutir su comida a gusto». 

El lector habrá supuesto que Gerónimo es una salamanquesa, bautizada así por el escritor y naturalista Gerald Durrell porque sus asaltos sobre los insectos eran tan astutos y premeditados como la hazaña del famoso piel roja. Gerónimo vivía en la alcoba de Durrell, en una villa que su familia alquiló en la isla griega de Corfú, tan maltratada por los incendios forestales de este verano; y el texto está entresacado de la entrañable obra ‘Mi familia y otros animales’, una de las lecturas preferidas de mi juventud porque, entre otras razones, me identificaba plenamente con el protagonista. Releo una vez más su obra más conocida a la luz de la lámpara del porche y de vez en cuando aparto la vista para disfrutar de los lances de caza de las salamanquesas que viven en mi casa, escenas magistralmente descritas por Durrell que no tienen nada que envidiar a las de los documentales del National Geographic, con la ventaja de ser observadas en directo, cómodamente desde la butaca donde estoy leyendo. Un placer al alcance de cualquiera en estas noches de verano.

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