E l 26 de septiembre de 1984, el diestro Francisco Rivera Paquirri fallecía en el quirófano del Hospital Militar de San Fernando tras una terrible cogida en la plaza de toros de Pozoblanco. Aquella tarde, este antiguo edificio se convirtió en el centro de todas las miradas de un país que siguió con sorpresa aquel agónico traslado en ambulancia hasta Córdoba, y después con resignación la noticia del fallecimiento del popular torero. Hoy en día, lo único que queda del mítico recinto es un conjunto de pabellones, muchos de ellos deshabitados y en mal estado, y el recuerdo de aquel dramático incidente. Este conjunto sanitario, situado en el cruce entre las avenidas Almogávares y Agrupación de Córdoba, fue construido en 1928 sobre los restos de un antiguo convento, y funcionó como hospital militar hasta mediados de los 2000.

Al igual que en tantos edificios cordobeses, el pasado hospitalario del recinto parece haber marcado sus muros de forma sutil, siendo varios los testimonios de apariciones y situaciones insólitas que he podido recoger en mi cuaderno de campo. Varias de estas se han producido durante su etapa reciente, en la que me han hablado de teléfonos fijos que sonaban estando desconectados, o extintores que se desplazaban sin que nadie los empujara.

Pero la gran mayoría de los sucesos que he podido investigar se produjeron en la década de los 90, después de que el hospital hubiera cesado sus funciones y la vigilancia del edificio corría ya a cargo de los jóvenes que realizaban el servicio militar. Por ejemplo, algunos soldados que tuvieron que cumplir guardias nocturnas en el recinto confiesan que cada noche, sobre las dos de la madrugada, se dejaba escuchar el inconfundible sonido de las teclas de una máquina de escribir en la planta superior, en un momento en el que no podía haber nadie allí.

Otros coincidían en que en la ventana de la segunda planta de uno de los barracones se asomaban dos monjas con hábitos antiguos y grandes cofias, como una imagen en blanco y negro directamente sacada de la primera mitad del siglo. Sin embargo, de todos los testimonios recogidos, el que más me impactó fue el de Emilio Fernández, que también cumplió su servicio militar en el emblemático edificio. Durante una guardia nocturna en octubre de 1993, este hombre asegura que se acercó a las cocinas del edificio y que allí vio a un compañero vuelto de espaldas lavando los platos de la cena. Con sigilo se aproximó a él por la espalda para gastarle una broma, pero entonces el supuesto compañero se giró. Y lo que pudo ver Emilio, según él, no pertenecía a este mundo: un ser oscuro y sin rostro, una sombra que se desvaneció justo delante de sus ojos.