Miles de hectáreas de selva se pierden cada año en Borneo, Sumatra y Nueva Guinea, entre otros territorios, para dejar paso a plantaciones de palma aceitera o Elaeis guineensis, una palmera de origen africano y rápido crecimiento cuyos dátiles son muy ricos en aceite. Hasta hace 30 años, la palma era esencialmente un producto de subsistencia del que dependían muchas poblaciones, pero los países occidentales han disparado la demanda y ello ha tenido un efecto perturbador sobre el medio. Lo más efectivo para reconvertir el terreno es crear grandes incendios que abren el paso a los buldóceres, muy a menudo con la permisividad de las autoridades locales. Indonesia y Malasia, los principales productores de aceite de palma en el mundo, se cuentan también entre los países más afectados por la deforestación. En muchas ocasiones, el crecimiento ha sido acelerado: en el sudeste asiático, por ejemplo, el 45% de las plantaciones de palma analizadas en el 2016 provenían de áreas que eran bosques en 1989, según un estudio con imágenes de satélite. Lo que antes eran bosques primarios habitados por especies emblemáticas como el orangután y el tigre ahora son extensiones monocromas gestionadas por grandes empresas fabricantes de materia prima que luego venden su producto a otras multinacionales para convertirlo en biocombustible, aditivo, cosmético o fármaco.