El Brexit tortura desde el día 24 a los grandes capitales del mundo, a Europa y a sus ciudadanos, que al cabo pagarán esta factura. Pero podría ocurrir que, a partir de de las diez de esta noche, sea una noticia de página pasada porque nuestras propias urnas arrojen unos resultados no previstos, es decir, que también aquí triunfe lo inesperado.

Deberíamos de preparar el ánimo para convivir con lo que sólo ayer consideramos insólito, pues en todo Occidente crecen las alternativas políticas más disparatadas, locas y radicales. Un inesperado huracán contra lo establecido siembra los parlamentos de nacionalistas furibundos, filofascistas, troskistas desteñidos y otros mestizos que llevan colgadas al cuello la cruz gamada junto a la gorra del Che. Y llegan porque la globalización nos iguala a todos en una creciente pobreza (excepto a los que manejan el portaaviones de los mercados), los políticos han dejado de ser líderes y la digestión de desempleo más refugiados resulta ser imposible.

Bruselas, Berlín, París... no funcionan pero los demagogos sí. Estos aceleran el discurso de que la vieja política no sirve: ni crea empleo (o es miserable) y no nos proporciona seguridad. Alemania, sostienen, va a la suya: utiliza la UE en función de sus intereses nacionales y obsesiones, París es un palacio de luz que se va apagando, Madrid no logra limpiarse el lodo de la corrupción y en los países del Este crece el odio y reaparecen los nacionalismos montunos de los años treinta del siglo pasado.

Observados los acontecimientos desde esta perspectiva más descarnada no debería sorprendernos, entonces, lo que nos está ocurriendo. A los españoles, en cualquier caso, el campanazo británico --que nos afecta más que a la mayoría de los países comunitarios dada la exposición de nuestras empresas al Brexit-- nos resulta más chocante que a otros europeos porque somos de los países más europeístas del continente, pero puede que lo olvidemos esta noche.

También aquí dilucidamos hoy si continuamos apostando por soluciones conservadoras o reformistas (el PSOE abre esa vía) o tiramos por la calle de en medio que nos conduce al territorio de los pantanos donde conviven las ninfas más dulces con los peores lestrigones. La desesperanza, la frustración o la ira nunca construyen más que destrucciones, son emociones que sólo las atempera la buena conversación y, en ocasiones extremas, el siquiatra; sus victorias nunca traen resultados duraderos y menos positivos. Claro que frente a ellas está la nada que se repite, Rajoy, o una Bruselas acuartelada en el Palacio de Carlomagno. Ojalá que tras estas catástrofes los mercados lleguen a la conclusión tan simple de que lo que en verdad necesitan nuestras sociedades para llegar a ser equilibradas y prósperas son políticos con talento, determinación y autonomía, no peleles asustados y a la orden. H

* Periodista