Algún día estudiaremos estos años como la época de la tierra quemada. No el fantasma ventral de los incendios arrasando los bosques españoles, todas las serranías como inmensas parrillas adobadas de sol, sino la quema de nuestro funcionamiento democrático. Como es sabido, el ministro de Interior en funciones, Jorge Fernández Díaz, ha sido descubierto en varias conversaciones grabadas en octubre de 2014, charlando animadamente, muy patrióticamente diría él, con Daniel de Alfonso, el ya destituido jefe de la Oficina Antifraude de Cataluña. Su objetivo: encontrar escándalos de corrupción con que enlodar a dirigentes independentistas como Oriol Junqueras, vicepresidente de la Generalitat, o Xavier Trias, exalcalde de Barcelona. Es decir: usar los recursos de Interior, depositario del monopolio de la fuerza, que en España sólo puede ejercer el Estado, por nuestro bien común, en la defensa de nuestro propio derecho, para derrotar a sus rivales políticos mediante una campaña de desprestigio.

Porque no lo olvidemos: tanto Oriol Junqueras como Xavier Trías, David Fernández o cualquiera que pase por la mesa de la independencia o del supuesto derecho a decidir, son exactamente eso para Fernández Díaz: rivales políticos. Lo son como miembro del PP; pero, como ministro de Interior, ambos son ciudadanos cuyos derechos debe proteger, garantizando su ejercicio, con independencia de que coincidan o no en sus discursos. Lo contrario, salir de ahí en una sola brizna, nos acerca peligrosamente al totalitarismo, es decir: a la sumisión de los derechos y las libertades públicas al arbitrio del poder estatal, que impondrá su criterio, en cada momento, sobre los derechos de los ciudadanos. Por poner un ejemplo, muy del gusto de la jerarquía popular, es lo que vendría sucediendo en Cuba y lo que quizá ocurra en Venezuela, como se convirtió en una auténtica maquinaria del mal en la antigua URSS y en la Alemania nazi: usted no tiene derechos, por no tener, ya no tiene ni siquiera derecho a la intimidad, que queda supeditada al Estado, con un poder omnímodo, total, totalitario.

Si, como parece, Fernández Díaz, ministro de Interior en funciones, ha incurrido en estas prácticas, supondría tal nivel de precipitación, de descenso a la hez de la putrefacción democrática, de abuso de poder y corrupción de las funciones públicas, tal malversación de nuestra confianza colectiva, que ni la propia democracia, ni nosotros mismos, deberíamos haber permitido que este hombre siguiera un día más al frente del ministerio de Interior. Pero claro: para eso, la ciudadanía tendría que comprender lo que le están hurtando, y reunir la madurez política suficiente como para entender que aquí no estamos hablando ya ni del PP, ni del PSOE, ni de Podemos, ni siquiera estamos hablando del escabroso asunto de la independencia de Cataluña y las malas artes de la Generalitat enfrentando a sus ciudadanos entre sí, sino de la destrucción del Estado de Derecho, el engranaje de nuestra vida pacífica, desde su parte más frágil, más valiosa y vulnerable: la pulpa de nuestra libertad, su verdad interior, germen de nuestro derecho.

Al parecer, en las escuchas se evidencian prácticas como la creación de pruebas contra esos rivales políticos, relatándose los intentos de influir en la fiscalía y demás órganos judiciales. Así, se puede escuchar a De Alfonso proponiéndole a Fernández Díaz su plan para anular a Artur Mas, ofreciéndose el propio Fernández Díaz para hacer las gestiones necesarias con el fiscal general. «Lo ideal es si eso está en el juzgado y sale. Nadie va a sospechar que sale de la policía ni de investigaciones policiales», se le escucha decir. Mientras, la Unión Progresista de Fiscales ha pedido a la Fiscalía General del Estado una investigación: «Reclamamos que se esclarezca el origen y circunstancias en que se produjeron las grabaciones y se valore el contenido de las conversaciones depurando las responsabilidades necesarias». Parece ser que todavía queda alguien en nuestra democracia, los fiscales al menos, conscientes de lo que supone este atentado.

Porque es un atentado. El más grave, y ya van muchos. Sea quien sea el adversario, nadie puede usar los recursos del Estado contra ellos. Esto es peor que un Watergate: de ser todo verdad, no sólo Fernández Díaz, sino el propio presidente debería dimitir. Pero Mariano Rajoy ni siquiera se inmuta. Es natural: en un país en el que 7 de cada 10 ciudadanos reconoce no haber leído un solo libro este año, para qué preocuparse.

* Escritor