En la salud y en la enfermedad, a las duras y a las maduras. Esto es la vida, con su tensión moral. Lo vemos con el brexit, sin posibilidad de vuelta atrás, de un replanteamiento del divorcio que deja Europa tocada en su fiebre de mapa. Sin embargo, como en toda separación con desgarro visible --e invisible también--, el trauma ya comienza a masticarse en su pulso legal: mientras que Reino Unido quiere pactar con la Unión Europea no solo los términos del divorcio, sino también los acuerdos de la relación posterior, la UE responde: primero nos separamos, y luego ya veremos qué tal nos llevamos, y con qué condiciones. «Las negociaciones deben aclarar primero cómo vamos a deshacer nuestros vínculos actuales y solo cuando está cuestión haya sido aclarada podremos empezar a hablar de una nuestra futura relación» ha afirmado, desde Berlín, Angela Merkel. También tenemos fecha: el 29 de marzo del 2019, tras la entrega de Tim Barrow, embajador británico, a Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, de la carta que proclama formalmente la activación del artículo 50 del Tratado de Lisboa, inédito hasta ahora, para que un Estado pueda abandonar la UE. Sucede aquí como en otros procesos parecidos: el resto de ciudadanos podemos manifestar nuestro criterio con más o menos brío, pero son los propios nacionales del territorio escindido que no compartan el proceso --en este caso, el brexit-- los que deben proclamar, con la intensidad que estimen necesaria, su oposición al viaje. De todas formas, no ha sido para tanto. Lo que nos ha separado --la crisis: un abismo económico-- no puede compararse con lo que nos unió: un fantasma de gas ahogando el cuerpo de Europa, con millones de muertos. Estos años hemos descubierto quiénes eran --o mejor: quiénes no eran-- nuestros amigos verdaderos. Insisto: no ha sido para tanto, pero aquí cada uno ha demostrado de qué pasta está hecho. Ahora que ya se han ido, aunque al principio cueste, nadaremos mejor en aguas claras.

* Escritor