Estuvimos en Londres la primavera de 1977. Era mi segunda visita a la capital del Reino Unido. Por eso, nos llamó vivamente la atención que las cabinas telefónicas y los autobuses de dos pisos, aparecieran pintados, en vez del tradicional color rojo, con purpurina de plata. Enseguida nos ilustraron que la transformación se debía a que estaban celebrando el silver jubilee: el 25 aniversario de la llegada al trono de Isabel II.

Dicha conmemoración la hacían a todo trapo. Fuimos comprobando que, además de cabinas y autobuses, eran numerosos los signos que denotaban el acontecimiento. Los grandes almacenes Harrolds --donde se puede comprar todo lo que se vende en el mundo, desde unos patucos a un tigre de Bengala--, aparecían adornados con guirnaldas plateadas. No había un solo comercio de Oxford Street sin lucir en el escaparate la fotografía de la reina, tocada con sus sombreros peculiares. En un sitio tan emblemático como Fortum & Mason, donde las acaudaladas solteronas con perrito toman el té de las cinco, en la vajilla lucía, estampada, la imagen real. Y así sucesivamente. Hasta en el mercado de antigüedades de Portobello, el Rastro anglosajón, había algún detalle significativo del jubileo.

Rumiábamos los anteriores recuerdos el mes pasado, después de ver aparecer en TV a Puigdemont parodiando la alocución de Felipe VI que, el día anterior, había puesto los puntos sobre las íes del independentismo arrogante, que estaba ignorando el ser y las normas del Estado de derecho. Discurso, por cierto, de un contenido idéntico al pronunciado por Juan Carlos I la madrugada del 24-F vestido con uniforme de capitán general.

La calculada grosería de quien, días después, iba a presidir la simbólica --así la llaman para no decir estrambótica-- República Catalana, nos hizo pensar en el silver jubilee. Y, sobre todo, en el hecho de que un engendro semejante habría sido inimaginable en el Reino Unido, inclusive en la rebelde Escocia. Allí, respetan las instituciones y se sienten satisfechos de tenerlas. Se ha llegado a decir, para argumentar la razón de su arraigada firmeza, que en el Reino Unido no son los monarcas los que heredan la Corona, sino ésta la que va heredando reyes. Un vigor institucional que siempre los ha salvado de las peores catástrofes --pensamos en la Segunda Guerra Mundial--. Constantemente se enorgullecen de su parlamentarismo, que con la reina Victoria, coronada por Disraeli emperatriz de la India, alcanzó la cumbre de los entusiasmos populares. Por eso, en los USA, el Reader Digest escribió, con un cierto humor, que en aquellos tiempos gloriosos, las rígidas, estiradas y puritanas jóvenes británicas, la noche de bodas cerraban los ojos y se sacrificaban por la grandeza del Imperio.

Ahora bien, todo lo que hemos expuesto en el párrafo anterior, se halla muy alejado del viscoso populismo que manipula y agita a las masas --sus comportamientos han sido estudiados por el Nobel Elías Canetti en la obra maestra Masa y Poder-, las cuales no suelen actuar a base de argumentos y reflexiones, ya que las componen gentes muy primarias que solo atienden a las cosas utópicas o hipotéticas. Hoy día, para dar en el clavo de la razón se necesita una inteligencia que sepa distinguir, y valorar con exactitud, los hechos reales emanados de un empirismo concreto. Única forma de apartar del mal camino a todo tipo de delirios movidos, en el fondo, por los intereses económicos.

En este momento, en estas vísperas electorales, enhebrados con la reflexión sobredicha, todavía no tenemos claro si el día 21 volverá a rugir la marabunta; o si, por el contrario, la ciudadanía, harta de la riada de engaños, cinismos, veleidades, marrullerías y tergiversaciones que ha venido sufriendo durante la última legislatura, tomará las mismas palabras del caricato Puigdemont para decirle con la voz alta de los votos: «Así, no; así, no» a quienes, presumiendo de demócratas progresistas, se saltan la ley a la torera.

* Escritor