Dicen que a España le hubiera ido mucho mejor en la Historia si, en vez de ser aliado recurrente de Francia, lo hubiera sido de Inglaterra. Pero si siempre fuimos el amigo tonto de Francia, el que pone barcos, hombres y honra merced a pactos de familia borbónicos o a imposiciones napoleónicas, con Inglaterra habríamos sido también el tonto útil en conflictos continentales ajenos. El problema es ese extraño complejo de no saber qué somos, quiénes somos y para qué estamos aquí que suele apoderarse de los españoles. Más que un país, parece que fuéramos una duda, una quimera, un frenesí, un sueño, una ilusión, que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son. La aburrida recurrencia del quiste gibraltareño suele saldarse con envainamientos, desdecires, diego-digo-dieguismos y cosas así; en cuanto los piratas enseñan los barcos de guerra nosotros recogemos a nuestros pesqueros y la gente tiene que dedicarse al contrabando. Pasó cuando aquella guerra de besugos por el fletán: la flota pesquera española solía trabajar en aguas fuera de la zona exclusiva canadiense extrayendo el fletán, un bicho feo y barato que sustituye al lenguado en las ollas populares. Los piratescos descendientes de los ingleses vieron el negocio y enviaron buques de guerra; España también mandó algo en plan defensa y tal, pero cuando hubo amenaza de conflicto mayor, se procedió al envainamiento y la cosa quedó ahí, Fraga bramando y la izquierda gobernante tragando. Ahora la derecha puede volver a su perejil y poner los fletanes sobre la mesa. Veremos.