Frente al reaccionarismo del que acusaba la intelectualidad progresista a los diletantes seguidores del «arte puro», el nuevo lugar que la cultura habría de tener en el mundo forjado por la revolución proletaria, la revisión de los planteamientos estéticos exigida por la búsqueda de espacios inéditos para el arte y las letras de la época, presidida por las ideas provenientes de «Oriente», ¿se mostraron más renovadores que los aquistados en todo el decenio de los «felices 20» por una vanguardia con adhesiones o concomitancias fascistoides? En la España de la Segunda República tal vez la respuesta fuese parcialmente positiva; en la de la Dictadura, no, debido más que a carencia de vigor creador, al pragmatismo de sus fines y a su carácter seminal. Por el contrario, en dicho movimiento cultural el estatuto de los intelectuales, de andadura tan renqueante y azarosa desde su nacimiento un tercio de siglo atrás, halló por fin contornos definidos al servicio, claro es, de la revolución; fenómeno que entrañaría a su vez un perfil más ajustado que el tenido hasta entonces por el intelectual burgués. Aunque la labor de este se había mostrado desde su aparición en la crisis finisecular a la luz de un contrapoder y de alguien crítico o hipercrítico de la situación vigente, su facies durante la segunda etapa dictatorial adquirirá la vitola rupturista y declaradamente revolucionaria que los años treinta fijaran de modo definitivo en los países de Occidente. Esta fisonomía o perfil no se decantará, en el periodo que nos ocupa, en el exclusivo molde marxista o filo-soviético sino que también adaptará las formas fascistas o proto-fascistas y lo hará en España tanto en Madrid como en Barcelona.

Marginal solo a nuestro objetivo ya reseñado, la manifestación cultural más antisistema y opuesta a la monarquía de Alfonso XIII, la englobada bajo el rótulo pro o filo-soviética, tuvo un curso crecientemente ensanchado durante la Dictadura, en especial durante su segunda fase. Su difusión enriqueció el panorama intelectual y político y cimentó sobre firmes pilares su desenvolvimiento posterior. Con las principales excepciones a cargo de A. Machado, Valle-Inclán y Alberti, ninguno de los integrantes de las tres grandes generaciones que edificaron el paisaje cultural de los años veinte, experimentaron una atención singular por su trayectoria. Los numerosos snobs que, procedentes tanto de la Academia como de otros escenarios de la vida intelectual, militaron más o menos episódicamente en sus filas, suprimieron cualquier ostracismo o cerco a su pensamiento y seguidores. Pese a la Dictadura, la oxigenación cultural del país no podía ser desmentida ni por sus críticos más acerados. Su «europeidad» no se reducía a la puntualidad de sus trenes... En un orden de cosas bien distinto pero igualmente indicativo de la modernidad del país en el recodo de los años veinte, la notoria crecida de becarios y pensionados estatales en las Universidades francesas y, muy particularmente, alemanas permitió acumular, cara a la andadura de la Segunda República, un envidiable caudal de información y crítica aportado por los muchos y buidos estudiosos sobre el terreno de las inapreciables experiencias gobernantes del régimen de Weimar y la III República francesa.

Por desgracia, la rama hasta entonces más frondosa del movimiento obrero español no participó en forma ni siquiera mínima en la cultura proletaria de los años aquí acotados. El rodillo dictatorial se mostró, según es harto sabido, implacable con cualquier manifestación de las organizaciones anarquistas a fin de lograr la «paz social», divisa máxima del régimen. Una voz rica en matices y tan genuina del fondo último de la cultura de las clases populares quedó ahogada por la fuerza, en un instante en que su expresión habría revestido especial importancia en su posicionamiento ante la rusofilia y el desarrollo del comunismo soviético. Los famosos libros de Ángel Pestaña Setenta días en Rusia: lo que yo vi; Setenta días en Rusia: lo que yo pienso (ambos en Barcelona en 1925) hacen conjeturar la sugestiva redimensión que el tema hubiera experimentado con la entrada de los escritores ácratas en la liza bibliográfica. Pero salvo la literatura de la clandestinidad, integrada por panfletos y folletos de corto radio en casi todos los aspectos, y la hemerográfica, aportada por algún periódico aislado aunque importante, permitido excepcionalmente por la censura a la manera sobre todo de Acción Social Obrera --tribuna singularmente de J. Peiró en sus disputas con Pestaña--, el pensamiento anarquista sufrió una amputación radical entretanto sus antiguos rivales de clase se aprovechaban del viento de popa traído para ellos por la Dictadura...

* Catedrático