De acuerdo con mi costumbre, llegado el verano pongo fin a esta colaboración semanal que desde 2011 ha aparecido bajo la denominación genérica de Prima facie , una expresión latina que podemos traducir por "a primera vista", puesto que los artículos de opinión nacen con frecuencia de una primera impresión sobre un determinado asunto, si bien no es raro que el paso del tiempo te obligue a modificar lo que pensabas. Más de un centenar de artículos han aparecido bajo ese denominador común, pero ha llegado el momento de decir adiós, hasta que en septiembre vuelva con otro encabezamiento. Quiero despedirme de quienes son lectores de estas páginas, algunos anónimos, pero de otros muchos tengo constancia de que siguen estas reflexiones, nunca sustentadas en el dogmatismo sino en el diálogo y en la razón, aunque a veces también se cuelan dosis (inevitables) de sentimiento.

Este adiós temporal coincide con el final de curso, que para los docentes siempre tiene aires de despedida, aunque en mi caso se convierte en algo definitivo, en un adiós a las aulas, en el final de una carrera docente que inicié hace treinta y seis años en un pueblo extremeño, en Castuera, a donde llegué con una oposición recién aprobada tras el estreno de mi licenciatura, si bien mi experiencia docente nació desde que a los 17 años cada verano impartía clases particulares que me permitían la obtención de ingresos para completar la asignación de la beca. El azar ha querido que justo en este curso haya establecido contacto con uno de mis alumnos de mi primer Instituto (Manuel Godoy ), al cual siempre recordé por su brillantez, y ahora he sabido que cuando publicó su tesis doctoral me incluyó en la dedicatoria como uno de sus maestros. Son las satisfacciones del mundo de la enseñanza, a pesar de que con el transcurso del tiempo he sido consciente de cuánta era mi ignorancia en aquel primer curso, de cuánto he tenido que aprender y estudiar en todos estos años para mantener un nivel digno ante mis alumnos. Mi esfuerzo siempre ha tenido un componente personal, individual, puesto que de alguna forma defendía mi propio prestigio, pero también había otro de carácter social, porque nunca he olvidado que estaba en la función pública y en consecuencia se trataba también de dar prestigio a algo que nos pertenece a todos. Mi orientación han sido dos principios kantianos: "Una buena educación es precisamente el origen de todo el bien en el mundo", y: "Lo que importa, sobre todo, es que el niño aprenda a pensar". Esto último lo aprendí de mi profesor de Historia en el último curso en el instituto, luego lo reconocí en Machado y en la Institución Libre de Enseñanza, hasta aprender que tenía un origen ilustrado.

Mi despedida, tras los últimos nueve cursos en Lucena, tiene un carácter voluntario. Desde mi punto de vista, en esta cuestión la administración española comete un error, el de permitir que se marchen de la enseñanza pública profesionales que aún están en condiciones de aportar mucho, sobre todo experiencia, pero hoy día son otros los parámetros por los que se rige el mundo de la educación, donde tantos cambios se han producido en los últimos años (y los que están por venir). Mayor todavía fue el error de las denominadas "jubilaciones Logse", porque entonces incluso se acompañaba de una indemnización a quienes se marchaban. Sería interesante saber cuánto nos ha costado a todos los ciudadanos esa compensación a unos funcionarios públicos a los que a la hora de jubilarse se les ofrecía un incentivo económico. A quienes hemos disfrutado con nuestra profesión (no vocación) nos gustaría disponer de mecanismos que nos permitieran mantener la vinculación a la docencia, en unas condiciones adaptadas a nuestra edad y posibilidades. Si así fuera, ganaríamos todos.

* Catedrático de Historia