Siempre duele tener que explicar el dolor. Es un doble trauma: padecerlo y nombrarlo. Las palabras nos sirven para delimitar la realidad, acotando un mapa con fronteras que llegan a rodearnos, desde la imagen que nos viene a los ojos hasta nuestro interior; también para reconocer el entorno en el que circulamos, con su teatro de sombras ajenas y propias, y así asumirlo en nuestra identidad. Dices tengo dolor y la percepción que proyectamos se altera ligeramente: ante los demás, pero también ante nosotros mismos. De pronto hemos cambiado: ahora somos frágiles, y ante los demás somos vulnerables. Siempre lo hemos sido, pero quizá no lo sabíamos: porque el dolor, la posibilidad del dolor, siempre está ahí, como la fragilidad, como la vulnerabilidad, como la vida misma en su extensión más brillante y total, como todo lo que hace que nos merezca el llanto y la alegría, con su hermosura exacta a punto de quebrarse. La plenitud siempre es algo a punto de quebrarse: ves los rasgos puros y perfectos, intactos de cristal de Michelle Pffeifer en La edad de la inocencia, su caricia de luz junto a la orilla, y sabes que su gesto refulge ante la sal pálida de las aguas porque antes o después se romperá. Es nuestra vida, con su desolación y también su elegía de radiante belleza.

Digo todo esto no sólo porque estoy más que harto del ombligo catalanista y hay más escenarios en el mundo, sino porque esta semana hemos vivido el Día Mundial del Dolor, seguido del Día Mundial del Cáncer de Mama, respectivamente, los días 17 y 19. Conozco el hartazgo que se asocia en ocasiones este tipo de citas en nuestro calendario, con su mapa tupido -y en ocasiones, estúpido-- de cinismo y reivindicación, como si establecer una fecha nos sirviera sólo para limpiar la conciencia, demasiado enlodada de remordimientos, mientras los demás días nadie escucha el gemido angustioso de todas y todos los que sufren. Más allá de la habitual crítica a las fechas enmarcadas con su preocupación de agenda, es verdad que las citas, el Día Mundial de tal o cual, sí ponen un foco gigantesco sobre una realidad silenciada a menudo. Es lo que sucede con el dolor, encendido y crónico, cuando aparece y atraviesa la vida hasta romperla. Es lo que ocurre cuando una muchacha tiene que enfrentarse a un cuerpo de médicos, de enfermeras, de unidades de urgencia, y explicar su dolor, especialmente si el origen tarda en aparecer. La cercanía de fechas es rotunda y no puede engañarnos: Día Mundial del Dolor, Día Mundial del Cáncer de Mama, que es el dolor máximo en su ataque a la feminidad, la esencia de sus formas, su elegancia y su fragilidad. Y nos cuesta verlo. Nos cuesta comprenderlo. Nos cuesta asimilar que el dolor pueda llegar y destrozar el cuerpo y la entereza que hemos contemplado, que hemos admirado al crecer, en esa juventud que viene a nombrar un mundo, y de pronto se rompe. No estamos adiestrados, no estamos preparados ni para la solidaridad real en el sufrimiento social, como nos describió Belén Gopegui en La conquista del aire, ni para el sufrimiento de los cuerpos.

Por eso el Día Mundial del Dolor es necesario. Por eso es imprescindible la lectura de El cuadro del dolor, el libro de Ana Castro con la poesía arañando el vientre en la escritura de su padecimiento, sus estragos silentes en los dedos quemados. Creo que estos días nos estamos dejando demasiadas cosas atrás y el dolor es una de ellas. La poesía de Ana Castro viene para reconocerlo, parar enhebrar belleza y conmoción donde sólo hay cenizas, exterminio y cansancio. Desde la tensión del dolor físico, y del dolor moral, nos vamos adentrando en su realidad diaria, en esa soledad dura del metro cuando llega el dolor y te dobla el espíritu, pero también el cuerpo, y no puedes moverte. Los demás te miran como a un ser extraño y se apartan de ti. Por eso aprendes que tu cara es una máscara para ocultar el dolor, porque nos molesta su descubrimiento.

Poesía sincera y áspera, como la vida a veces, o demasiadas veces, resulta áspera y sincera al mirarnos de frente. En medio del dolor general de un país enfrentado por la imbecilidad, detenernos en la lectura de este otro dolor, con su fulgor poético de pura desnudez, sobrio y potente, podría reconciliarnos con la única reserva cívica de pureza que aún podemos tocar: la poesía. Siempre ha estado ahí: la verdadera poesía, que se cita a sí misma y muere y nace en sí misma, convirtiendo el dolor, y su cuadro de lenta oscuridad, en una explicación que nos cura y nos salva.H

* Escritor