Ai Weiwei, artista y activista chino, acaba de decir que la humanidad es cada vez más cobarde. Más leña al fuego, después del artículo que publicó Olga Merino en este diario hace tres semanas, enmarcando al baby boom de los sesenta en una poco decorosa calificación: Generación de Chichinabo. Ambas argumentaciones tienen bastante consistencia, pues es difícil imaginar a los lectores de los Cinco sirviendo gallardamente como merendola para los leones del Coliseo. Aunque también, y desgraciadamente no es para sacar pecho, existen desagravios: los mártires de las satrapías del ISIS pueden ya superar las macabras diversiones del Circo Romano. Y los que cruzan con los dados darwinistas el Sáhara y se enfrentan con las concertinas de la Verja no son precisamente unos pusilánimes.

Con todo, admitamos el estereotipo del Homo Mafaldus, decantado de forma clamorosa por la seguridad frente a la libertad. No hace mucho estuve en la estación de tren de una ciudad rutilante. La seguridad del control de los equipajes era la misma que aquellos tiempos en que los asientos llevaban una postal en el cabecero. Es decir: ninguna. Y a los pasajeros se nos activaba la hormona de la incertidumbre, viendo burkas en cualquier contraluz. Necesariamente somos pájaros que exigimos que nos encierren en nuestra jaula.

El turista es el arquetipo de ese pimpampum del canguelo; el que pide que hasta las emociones fuertes estén amparadas por una norma ISO --salvo que coja un pedo y transforme el balconing en el muleteo de un parque temático--. Y por mucho que se sueñe con playas desiertas, la masificación ejerce un efecto totémico que esos cabrones quieren reventar con bombas, machetes y atropellos. Nos asusta el horror vacui del chiringuito vacío, y los bares sin bulla los dejamos para teatralizar Mesas Separadas.

En ese caldo de cultivo, unida a una hipócrita lujuria de frenopático y al ideario del tieso, se ha fraguado la memez de los Comandos antiguiris. Hay un borreguismo lampante que nos lleva a peregrinar a paraísos precisamente perdidos. Pero más memo es ese esnobismo fartusco, que te lleva a exigir, con un sueldo de andar por casa, unas privadísimas vacaciones.

Pero esto es lo que hay, igual que el dueño de un bar tiene más probabilidades de soportar a alcohólicos que a bebedores de batidos. Hacerle la puñeta al sector turístico supone poner en jaque uno de nuestros puntales estratégicos... Un tiro en el pie que se pegan los cachorros separatistas anteponiendo por mímesis el papanatismo de la causa que la imbecilidad de su consecuencia. La zona cero de esas esquinas sin azufre para las meadas no la han creado las abominables macrofortunas que reservan toda una planta del Arts barcelonés. Más bien los ostrogodos que imitan señas okupas con alquileres solo aptos para despelotes y borracheras, con la oscura anuencia de la estela gobernante. Las imposibles colas ante la Sagrada Familia, o el achuchón en el Casco Viejo Donostiarra, jalea a los gresqueros con la nostalgia del Último Mohicano, o con aquel bello y antiguo aislamiento de la Patria.

Pero esto es lo que hay. Alemania puede permitirse el lujo de sestear con el turismo, pero Bulgaria puede ser tan insulsa a los ojos del viajante que nos increparía este desdén suicida. Claro que hay mecanismos de corrección, como juramentarse contra las paellas con chorizo, y no tratar al turista con precios abusivos ni cuentas de vidrio. Si seguimos zarandeando este morbo cainita, algún día lo vamos a lamentar.

* Abogado