La V de Violencia con sangre entra. No se puede lanzar a la ciudadanía como carnaza, por más que mucha gente esté dispuesta a asistir a su propia inmolación. Veo las espontáneas manifestaciones populares en Cataluña y nadie puede quitarme la impresión de que no tienen nada de espontáneas. Dejando a un lado el debate jurídico sobre el supuesto derecho a decidir, que tiene sus matices, hay otro más potente: el derecho a pensar, en una sociedad, como individuos, serenos o exaltados, pero autónomos, con independencia de la colectividad, en la pura la conciencia personal del rito de vivir. El estatus de ciudadanía no nos viene dado por un Estado complaciente, benévolo en su reparto de prebendas, que decide otorgarnos la libertad de transitar por él, de acogernos a una legislación y a un sistema garantista, por más que últimamente se golpeen algunos de nuestros derechos. La verdadera ciudadanía, la que nadie nos puede arrebatar, viene cimentada en la conciencia. Un Estado puede aprobar una ley, gastarse una verdadera fortuna, incluso una fortuna vergonzante, no solo en promulgarla, sino en publicitarla en todas las universidades, las escuelas, los centros cívicos, los estadios, en las televisiones y en las radios, a lo largo de grandes avenidas; pero un ciudadano ha de saber salirse del discurso, por incómodo que pueda resultarle, discriminador o doloroso, para tener su propia posición. Me pregunto, más allá de la formación de Albert Rivera, cuántos ciudadanos quedan en Cataluña, cuántos argumentos con pensamiento libre.

Entendería que las avenidas se nutrieran de gentes descontentas, heridas y hasta encolerizadas, tras saber que la juez del caso ITV estima que Oriol Pujol pudo cobrar unos 700.000 euros en comisiones, a través de falsos trabajos de su esposa. Mientras el Parlamento catalán aprueba la investigación del caso Pujol, se tensa la cordura de la calle, se queman las costuras de nuestro organismo, se amenaza también con su estallido en medio de una pugna imprevisible. Podría comprender que toda la sociedad catalana estuviera en la calle exigiendo la depuración de las responsabilidades de su presidente autonómico más significado por su presencia histórica, y de todos sus vástagos, ahijados, parientes y asimilados, y en qué medida la cúpula actual del poder político catalán ha colaborado, mediante su cooperación necesaria, su complicidad o su silencio, a este saqueo; porque si algo nos ha enseñado esta crisis devastadora, que ya rebasa el límite económico para romper la credibilidad pública y la ética de un tiempo, es que el dinero que se va ilícitamente a cualquier bolsillo nunca es inocente, porque se roba a alguien: al ciudadano, el mismo ciudadano que ahora ocupa la acera, encantado de conocerse --y de reconocerse-- en el independentismo institucional, pagado y sistemático.

Para sufragar este montaje, nos han robado a todos. Porque se está pagando una campaña política de odio y de fractura hacia lo español, con un mensaje que, desde luego, muchos no compartimos. Y se hace con nuestro dinero. A partir de ahí, la argumentación se tambalea, empezando por la presunta espontaneidad de la iniciativa, cuando ha sido un movimiento promovido y orquestado desde una institución pública.

Pienso, quizá hoy más que nunca, en el maravilloso Stefan Zweig. Una sola voz no pudo alzarse en mitad de la furia colectiva, enfebrecida en esa alienación, salvo para escribir su magnífico ensayo autobiográfico El mundo de ayer. Memorias de un europeo . En Cataluña nadie parece querer preguntarse, en el caso de que se independicen, qué va a pasar después, ni en qué supuesto Estado de Derecho --si es la fuerza bruta la que se va a imponer sobre los adoquines-- se construirá la vida. Stefan Zweig tuvo que abandonar Viena ante la llegada de los nazis al poder. Hace pocos días, Artur Mas ha avisado del riesgo de violencia, insistiendo en la desobediencia, con unos aliados tan dudosos como él --pienso en Oriol Junqueras y David Fernández-- que parecen más empeñados en arrojar a la gente contra los agentes de la Policía Nacional que en afrontar los verdaderos problemas de Cataluña. Me sigo preguntando dónde están los ciudadanos de Cataluña, en qué tren se han marchado, igual que Stefan Zweig, para mirar su casa desde lejos, por una ventanilla cada vez más pequeña.

* Escritor