Córdoba ha vivido una Semana Santa esplendorosa y magnífica, de la mano de las hermandades y cofradías, en una conjunción armónica de la religiosidad popular, de las imágenes de sus Cristos y sus Vírgenes, mediaciones de la humanidad de Jesús de Nazaret y de su Madre, ofrecidas a cuantos han querido contemplar desde la orilla de la fe el drama de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

La Semana Santa no termina el viernes, ni el sábado, sino hoy, domingo, con el esplendor del triunfo de la vida sobre la muerte. No miremos más la tumba, mirémonos a nosotros mismos, mirémonos con amor, saludémonos con alegría, sirvámonos como hermanos y corramos a la calle para anunciar la Buena Noticia de que el Señor está con nosotros. Cristo sigue resucitando: cada vez que nos queremos; cada vez que abrimos y ofrecemos nuestras manos; cada vez que compartimos con el otro; cada vez que nos superamos; cada vez que cargamos con el prójimo herido; cada vez que perdonamos; cada vez que damos lo que tenemos; cada vez que ofrecemos lo que somos; cada vez que creamos y engendramos; cada vez que rompemos ataduras; cada vez que levantamos al caído y marginado; cada vez que cultivamos esperanza; cada vez que hacemos comunión, familia; cada vez que nos hacemos como niños; cada vez que en amor florecen nuestras manos, cada vez que oramos en espíritu y en espíritu gritamos: «Feliz Pascua de resurrección, la de Cristo, y la tuya, hermano».

La Semana Santa nos deja, al menos, diez valores para ser felices, que el mundo de hoy necesita con urgencia: la fraternidad, el perdón, la fidelidad, la interioridad, la alegría, la benevolencia, el silencio, el deseo de saber, la gratitud, la solidaridad. Son los más preciosos destellos de la «belleza que salvará al mundo». Y unas bienaventuranzas permanentes: felices quienes se lanzan a pregonar que han visto una luz, una esperanza, alguien que ha resucitado a una vida nueva. Felices quienes corren a los sepulcros del mundo, quienes encuentran las vendas caídas, quienes dudan pero siguen confiando. Felices quienes sienten el domingo de resurrección como un día feliz, único, especial, para compartir con la comunidad, para acercarse con los demás. Felices quienes saben descubrir entre las realidades de muerte del mundo del mundo de hoy, signos de vida y de esperanza. Felices quienes alcanzan la convicción, desde su compromiso vital, de que tras las derrotas cotidianas está latiendo la victoria de la vida. Felices quienes han logrado percibir detrás de la muerte de millones de inocentes, el dolor, la rebeldía, la audacia, la llamada a una entrega absoluta por la vida. Felices quienes han transformado su existencia por los testimonios de los que han derramado su sangre por la vida de otros seres humanos. Felices quienes creen en Dios de la vida. Y quienes creen en una humanidad nueva que puede ser feliz y disfrutar de la vida. Ojalá la luz de la resurrección estalle en una eterna primavera.

* Sacerdote y periodista