El presidente del Gobierno cometió el domingo por la noche un grave error no comunicando que procedía a iniciar los trámites para la aplicación del artículo 155 de la Constitución. En verdad, hubiera sido necesario adoptar dicha iniciativa hace semanas y no se habría llegado a ese triste espectáculo o, al menos, las condiciones y también sus consecuencias hubieran sido distintas. Nadie puede discutir que concurren las circunstancias que la Constitución exige para la aplicación de dicho precepto: que una Comunidad Autónoma no cumpla con las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actúe de forma que atente gravemente al interés general de España. El Parlamento y el Gobierno de la Comunidad Autónoma de Cataluña traspasaron sobradamente ese límite hace tiempo.

Aunque su uso debería haberse desdramatizado hace años, el art. 155 es un precepto de compleja aplicación. Por un lado, no puede ser puesto en marcha de la noche a la mañana, pues requiere una aprobación por mayoría absoluta del Senado con una tramitación y unos debates que precisan de sus tiempos. La vicepresidenta habló de un plazo de 5 días, pero algunos expertos en derecho parlamentario han calculado que serían necesarios alrededor de 20 días. Salvo que queramos equipararnos al Parlamento catalán, cuando se saltó todas sus normas para la aprobación de las leyes de referéndum y ruptura.

Por otro lado, el precepto no enumera las medidas que puede adoptar el Gobierno con esa aprobación del Senado: todas las que sean necesarias para obligar a la Comunidad Autónoma al cumplimiento forzoso de sus obligaciones. Frente a lo que habitualmente se piensa, la aplicación del art. 155 no supone la disolución de una Comunidad Autónoma, sino la imposición de unas medidas para reconducir a sus órganos a la legalidad y, en su caso, para disolverlos o suspenderlos.

Ciertamente, esa dilación en los plazos hace dificultoso que el art. 155 pueda ser objeto de una aplicación gradual en función de la evolución de las circunstancias. A pesar de ello, hace más de un mes o incluso antes, podría haber sido una opción, porque acudir desde el primer momento con un paquete completo de medidas es tremendamente complejo. Las dos primeras medidas que hubiera sido necesario adoptar eran las siguientes: por un lado, la asunción por la Administración General del Estado del control financiero de la Generalidad (aquí el Gobierno ha hecho algo, aunque de manera parcial y enrevesada); y por otro, la asunción de todas las competencias en materia de seguridad ciudadana, incluido el mando sobre la policía autonómica.

Si se hubiera hecho así, el domingo la situación hubiera sido bien distinta. ¿Es que alguien confiaba en que la policía autonómica, que está bajo la dependencia directa de un gobierno autonómico sedicioso, iba a hacer algo para impedir ese fraude o cumplir las órdenes judiciales? El domingo, su actuación se movió entre lo éticamente vergonzoso y lo manifiestamente delictivo. El Gobierno de la Nación no puede permanecer indiferente ante un cuerpo armado de alrededor de 17.000 miembros dirigidos al servicio de la secesión. Su irresponsabilidad sería mayúscula.

A día de hoy, esas medidas siguen siendo necesarias, pero claramente insuficientes. Puestos a mirar fuera, debe recordarse que el Gobierno británico laborista de Tony Blair suspendió en 2002 por cuarta vez la autonomía de Irlanda del Norte y esa situación se mantuvo durante casi 4 años.

Gobernar implica explicar bien las cosas y tomar decisiones. Gobernar supone tomar la iniciativa ante los problemas y no esperar a que otros los resuelvan o se difuminen por el paso del tiempo. Gobernar exige anteponer los intereses generales de todos los españoles a cualesquiera otros intereses electoralistas. Y si otros partidos políticos de manera mezquina están a otras cosas, ello no puede llevar a la parálisis. El domingo, el presidente del Gobierno perdió una oportunidad para gobernar España y el tiempo se acaba.H

* Catedrático de Derecho Administrativo