Uno de los grandes estigmas que actualmente sigue ulcerando a las sociedades modernas y que, lejos de atenuarse con los logros humanos y sociales de la, paradójicamen te, llamada sociedad del bienestar, va medrando desmesurada mente, es el fenómeno crónico de la delincuencia.

Saber en qué momento y porqué un individuo comienza a despojarse de las ataduras que lo ligan a los pilares que sustentan la armonía de la convivencia social, como son la familia, la escuela y el trabajo, empieza a convertirse para sociólogos, políticos y educadores, en un irresoluble jeroglífico.

Por supuesto, la familia, o la ausencia de esta, sigue siendo la pieza clave --para bastantes expertos-- a la hora de desarrollar un modelo sobre el cual establecer las causas de los diversos patrones sociales que provocan las más variopintas conductas delictivas.

Las conclusiones apuntan a que el riesgo de caer en la criminalidad, para una persona que provenga de un hogar roto o desestructurado, es alto; con lo cual también queda en evidencia que nuestra sociedad es incapaz de acabar con esta diabólica ecuación compuesta por las variables, desintegración familiar y delito.

No obstante, y por suerte, la empírica de la vida nos demuestra que no todos los casos de conflictividad familiar o personal acaban en las fauces de la perversa delincuencia.

A mí, particularmente, siempre me ha fascinado, grandemente, el poder que tiene el Arte para rescatar a los que él considera sus hijos, de las garras de un infausto destino.

Por ejemplo, todos estos artistas tuvieron una infancia y un entorno familiar difícil: escritores como Truman Capote, Lord Byron, o Gabriela Mistral; o músicos como Paco de Lucía, o Camarón de la Isla que empezó cantando de limosna en los coches de línea de Cádiz. Y es que, como escribía el escritor y político francés Andre Malraux "el arte es una forma de rebelarse contra el destino humano"; en este caso contra el injusto hado de haber nacido en el lodazal de la marginación.