NACE EN LONDRES (1932).

TRAYECTORIA: SE ABRIÓ AL ARTE EN NUEVA YORK, EXPONIENDO EN EL MOMA Y OTROS MUSEOS. EN CÓRDOBA CONSOLIDÓ SU PRESTIGIO.

Vive en las alturas de un bloque en el Sector Sur, desoyendo el consejo de quienes le recomiendan mudarse a un barrio mejor sin reparar en dos cosas: una es que la terraza de su piso --una especie de jardín colgante en un edificio de la Plaza de Andalucía diseñado por Rafael de la Hoz-- le ofrece unas vistas espléndidas del río y la Mezquita. La otra es que Rita Rutkowski, sensible, coherente y firme en sus principios por más disgustos que le cueste nadar a contracorriente, jamás sacrificaría decir o hacer lo que cree conveniente por guardar las apariencias.

Y es que alguien capaz de renunciar al Nueva York atrevido y vanguardista --la "ciudad dorada" que se intuye en sus cuadros-- justo cuando empezaba a abrirse paso en el complejo mundo del arte, para asentarse en una capital de provincia en la oscura España de los cincuenta, alguien así está vacunado contra orgullos y prejuicios. Lo suyo es vivir y dejar vivir. Y de telón de fondo, la Córdoba que hace medio siglo la enamoró. Aunque ese amor, lamenta ella, nunca ha sido correspondido.

--Tituló 'Mirando atrás' una exposición antológica que le dedicó la Diputación, hace ya algunos años. ¿Le gusta hacer recuento de lo vivido?

--Yo solo miro atrás en momentos puntuales. Por ejemplo ahora, al pedirme que buscara fotos antiguas, lo he hecho después de mucho tiempo y la verdad es que me ha impactado, porque detrás de cada imagen hay una historia que solo yo conozco. En aquella exposición tenía cierto miedo porque una antológica refleja tu evolución durante equis años, se supone que madurando, pero puede que al verla yo misma o los demás se descubra que no ha sido una evolución ascendente. Era una prueba de fuego de la verdad y una lección.

--¿Qué sacó en claro de ella?

--Yo intento aprender de mí misma y de lo que me rodea. La pintura para mí es un lenguaje con el que entender el mundo y un diálogo con el ser humano. Pero es curioso que una cosa es la pintura cuando la ves en tu estudio (el suyo, muy cercano a su casa, es un lugar caótico donde sin embargo todo tiene su sitio) y otra cuando sale de él. A veces gana y a veces pierde. Exponer es una experiencia necesaria.

--¿Ha cambiado usted mucho desde que llegó a Córdoba?

--Sí y no. Me he vuelto más tolerante, estoy más serena, aunque a veces salto ante lo que no me gusta o no entiendo. Pero veo un sello desde el principio que sigue ahí. Se lleva en el ADN; yo hablo ahora mucho por teléfono con mi hermana, que vive en Los Angeles, y noto que a pesar de estar tantos años separadas tenemos gustos muy parecidos, los desayunos abundantes, los libros, el cine...

--No parece usted persona que se recree en el pasado ni en lo ya hecho. Más bien lo contrario: a mí me da la sensación de que ha ido y va por delante de todo y de todos, hasta de sí misma.

--No tengo tiempo para nostalgias, lo que me importa es el momento que vivo. Me interesa mucho el pensamiento oriental, que dice que toda tu energía has de ponerla en ese instante. Pero últimamente me pasa una cosa curiosa, sueño mucho con mi infancia. Es frecuente en la gente de mi edad, que ve en la infancia sus recuerdos más queridos.

Rita Rutkowski tuvo una cálida infancia y una juventud en la que todo le parecía posible, allá en la ciudad que nunca duerme. Quizá por eso ahora, después de tantos años y tanta distancia, ha iniciado un camino circular, como de vuelta inconsciente a los orígenes. Entre los efectos secundarios de ese tirón del pasado --sin renunciar ni a un minuto del presente-- está su pronunciación, con acento cada vez más americano, de un español que por lo demás domina. Y que usa con sobrada elocuencia.

--Hablábamos antes de su evolución personal. Pero ¿y Córdoba? ¿Qué cambios ha apreciado en la ciudad durante este más de medio siglo que la habita?

--Han cambiado unas cosas y otras permanecen. En 1959 los hombres iban con una capa y con sombrero de ala ancha, y por la calle apenas si se veían mujeres. A las mujeres las sacaban en ciertos momentos a lo largo del año, por ejemplo en Feria. Físicamente, la ciudad ha crecido, aunque ha perdido cosas. Era una vida muy abierta, muy sencilla. En mis primeros años de estancia mi marido y yo solíamos dar largos paseos de noche y parecía que la ciudad era nuestra; hoy, a ciertas horas, yo no quiero estar en la calle. A mí me han robado cuatro veces.

--¿Y qué es lo que queda de aquella Córdoba?

--Ha evolucionado la mentalidad, pero no en todo. Cincuenta años históricamente son un parpadeo de ojo.

--¿Se atrevería a señalar los pecados capitales de esta ciudad?

--Córdoba es muy de pequeños clanes. Los cordobeses se sienten felices ligados a su clan familiar, de trabajo o de amigos y no les interesa más, son poco adaptables. Las autoridades deberían haber culturizado más a la población. Córdoba es una ciudad muy provinciana, y está encantada de serlo. Cree que no necesita cambios porque está bien como está. Es desdeñosa, y lo diferente y lo de fuera no entra en su campo de interés. En lo que sí veo cambios es en lo externo, la forma de vestir, en cosas superficiales, pero no en el pensamiento ni en la forma de aceptar al que viene de fuera. Por ejemplo, yo todavía soy un bicho raro aquí.

--¿Se ha sentido extranjera?

--Totalmente, tardé muchísimos años en el empeño mío de ser una más de mi barrio, de mi entorno. Saludaba y no tenía respuesta, y me encontraba gente que prefería no compartir conmigo el ascensor de este edificio y esperar al siguiente.

--Pero después de tantos años en el mismo bloque habrán dejado de hacerle el vacío, ¿no?

--En unos momentos sí y en otros no. Ahora me muevo un poco más y converso con algunas personas. Pero en los primeros veinte o treinta años me sentía casi como huérfana, muy sola. Recuerdo que después de haber dado a luz a uno de mis cuatro hijos, me parece que a la tercera, volvía con la niña en brazos del hospital y me crucé con unos vecinos que me dieron la espalda, una frialdad total. Y luego mucha dificultad a la hora de la compra, me engañaban constantemente. Aquí parece natural que pidas al carnicero un cuarto de carne picada y de la máquina salgan 200 gramos, parte de ella del cliente anterior; yo reclamaba por esas cosas y he vivido muy malos momentos. Y en este edificio he hecho enemistades porque había quienes ocupaban los rellanos y hasta las escaleras como si fueran cuartos de estar o zonas de juego. Yo protestaba y... mejor no protestar, tragarse todo.

Para animarla --se nota que aún le duele ese injusto trato-- le hago ver que no todo ha sido malo. Es una artista muy respetada por la calidad de su obra, semiabstracciones en las que concepto y belleza armonizan en un mundo propio bañado de poesía. Vive en una ciudad que le encanta "a pesar de que a veces le falte sentido cívico", y además ha hecho buenas amistades. "Sí, por suerte tengo buenos amigos. Para mí son mi familia aquí, me siento muy querida. Quizá esté hablando demasiado en negativo, no todo es blanco o negro", reconoce sonriente mientras deposita una bandeja con té y pastelitos sobre la mesa baja del salón, de toques étnicos como otras piezas que alternan con cuadros de sus amigos artistas.

--Siempre se ha movido en círculos intelectuales...

--Bueno, no sé si pueden llamarse círculos intelectuales --replica un poco incómoda--. Han sido personas con las que he compartido intereses comunes. Recuerdo que cuando los niños eran pequeños me sentaba con ellos en el bar Playa, en los Jardines de los Patos, como otras muchas madres y tatas, y mi suegra me decía: "No digas que has tenido que trabajar", con lo orgullosa que estaba yo de haber trabajado en el mundo neoyorkino de la publicidad antes de venir a Córdoba. Estaba mal visto que la mujer trabajara porque quería decir que eras de una clase necesitada. Ahora es al revés, pero entonces era una Córdoba clasista, casi medieval. Siguen restos.

--Pero no era esa precisamente la mentalidad de la gente que usted frecuentaba, mucho más abierta, incluso "izquierdosa". Hábleme, por ejemplo, de su amistad con Carlos Castilla del Pino y su mujer.

--Fueron unas de las primeras personas a las que conocí, habían llegado en 1950. Carlos al principio era muy sencillo, ingenuo casi. Fue mi amigo y mi profesor, aprendí mucho de él. También conocí pronto a los del Equipo 57 y a todos los de Cántico, tan cariñosos conmigo... Me sirvieron de estímulo. Por otro lado íbamos mucho al Círculo Juan XXIII, donde había gente con la que compartía puntos de vistas sociales y políticos. Yo, como decía Picasso, no busco, encuentro. Me he relacionado con personas interesadas en su evolución personal y profesional.

"Una de las cosas más difíciles para mí ha sido cumplir el rol de mujer --continúa, ya lanzada en el terreno de las confesiones--. En Nueva York era una persona, pero aquí se esperaba de mí que atendiera mi casa, que no saliera sola a la calle, que si mi marido y yo salíamos con amigos, los hombres se sentaran con los hombres y yo con las mujeres. Hiciera lo que hiciera caía en falta. En la iglesia, en una boda o algo así, me puse mi manga larga y pensé "ahora no me pillan". Pero me pillaron, porque crucé las piernas y me lo criticaron".

--Imagino que no dominar el idioma le acentuaría la incomunicación.

--Ese era un problema conmigo misma, no actué bien. Aprendí el español por oído, y debería haber tomado clases.

--Pero si habla usted español mejor que muchos españoles...

--Cometo errores de pronunciación y gramaticales. Pedía a David, mi marido, que me corrigiera y decía: "No, no, está gracioso así". El sí aprendió inglés por mí. Yo al principio causaba muchísima risa, porque metía mucho la pata. A veces me corregían en plan insulto, y aún hoy me reprochan mis fallos. No me importa la crítica, pero siempre que sea constructiva.

Y sin embargo, a pesar de todos los pesares, lo suyo con Córdoba fue amor a primera vista. Ni el sentimiento de desamparo en una tierra extraña que para Rita Rutkowski resultó hostil --algo que las personas más cercanas no supieron o no pudieron evitar--, ni los choques culturales entre la ciudad con tan alta línea del cielo y una Córdoba entonces de casitas bajas y estrechos horizontes consiguieron enturbiar su primera impresión. "Encontré Córdoba bella como una joya, y así hasta hoy".

--¿No se ha diluido su pasión por ella con el tiempo?

--Sigue siendo una ciudad extremadamente bella. Es el marco perfecto para la cultura. Lástima que las instituciones no estén a su altura. Es como este edificio, diseñado con todo el talento de Rafael de la Hoz, pero al que los vecinos están destrozando. Lo pintaron de un horrible color amarillo. Era un edificio muy elegante que se está degradando. Me da tanta pena como si fuera una persona.

--Me figuro que lo que más le atraería para escogerlo como domicilio es que, con lo enamorada de la naturaleza que es usted, aquí se le mete un paisaje de postal por las ventanas.

--Sí, es estupendo. Pero también me encanta la Sierra. Mi marido y yo, desde que tuvimos el primer coche, íbamos a la Sierra muy a menudo. Mi marido, aunque había estudiado Veterinaria, era profesor de Ciencias en un instituto, y me enseñó a ver la naturaleza de otra manera.

--¿Cuál era el latido cultural de la ciudad que usted encontró?

--El mundo del arte estuvo muy activo en los años sesenta y setenta. Había varias galerías. Los viernes eran una fiesta, de inauguración en inauguración de exposiciones. La Caja Provincial tenía buena oferta, y también el Círculo de la Amistad tuvo dos salas de arte gracias a dos de sus presidentes, Fernando Carbonell y Antonio Montoto, muy abiertos a lo que se hacía fuera. Tenían un acuerdo con la galería Juana Mordó de Madrid y traían todo lo que allí se exponía. El Círculo tenía también actividades de teatro a través de Joaquín Martínez Bjorkman, y su cine club era muy importante, después de la película teníamos coloquios interesantísimos. Lo que nos entretenía era el intercambio de ideas, lo mismo que la generación posterior se divertía en las discotecas.

Aunque se considera neoyorkina por los cuatro costados --no hay más que ver los rascacielos que a modo de "torres vigías" se asoman a sus cuadros y sus ensoñaciones--, Rita Rutkowski nació en Londres, en el seno de una familia de emigrantes polacos. "Mi padre llegó a Inglaterra con 11 años, mi madre años después, con 22 --recuerda--. Mi padre se consideraba muy inglés, tenía un acento precioso, y guardamos muchas costumbres inglesas. Se conocieron, se casaron y al año de nacer yo emigramos a Nueva York".

--¿Tuvo usted también allí problemas como emigrante?

--Todos somos emigrantes en América, menos los indios. Mis vecinos de enfrente eran húngaros, y los de arriba italianos. En la casa florecía el origen, pero en la calle todos éramos norteamericanos.

--A Nueva York ha vuelto con frecuencia. ¿A Londres no?

--Volví solo una vez, cuando estudiaba en Italia, para conocer a mi familia. En cambio Italia la conocí casi por completo, es maravillosa. De eso estoy muy orgullosa, y de haber estudiado en el Cooper Union, la única escuela que existe con el concepto Bauhaus, alemán de origen. Pero me faltaron unos créditos para tener el título universitario, que conseguí aquí, con 50 años, mandando un dossier con los catálogos de mis exposiciones y todo lo hecho hasta entonces. Lo envié por correo y a las pocas horas ingresé en el hospital para una histerectomía. O sea, a mí el trabajo no me asusta. He criado a mis hijos sin renunciar a la pintura. Lo he querido todo, familia y desarrollo profesional.

--Para sus hijos sería algo exótico tener una madre pintora.

--No les gustaba, hubieran preferido una madre normal, que no les hiciera comer tarde porque había estado encerrada en el estudio o dando clases de inglés.

--¿Qué ha sido para usted la pintura, profesión o devoción?

--Como decía Louise Bourgeois, el arte me mantiene cuerda. El arte debería ser para siempre. Sigo pintando casi todos los días, a pesar de que ahora hay un culto a la juventud que arrincona a los mayores. A mí me toca siempre ir con el paso cambiado.