Pocos casos tan impactantes como el de Natividad González han llegado a mis oídos en los últimos años. Quizás por la emoción de sus palabras, o tal vez por la fuerza con la que las comparte, lo cierto es que el mensaje de esta mujer me sobrecogió especialmente cuando tuve la ocasión de recoger su testimonio para mi último libro. «Aquel domingo me desperté muy temprano, justo cuando los primeros rayos de luz se colaban por la ventana -me relataba en nuestra entrevista-. Al ser nuestro día de descanso, mi pareja quiso aprovechar para quedarse un ratito en la cama. Yo, que ya no podía dormir más, recuerdo que me levanté y justo cuando estaba a punto de salir, mi hijo entró corriendo al dormitorio. Abrí los brazos de par en par para abrazarlo y comérmelo a besos, mientras exclamaba cariñosamente ‘¡Mira quién viene por aquí!’. Sin embargo, la sonrisa se fue borrando de mi rostro a medida que el niño pasaba de largo, como ausente, ignorando mis carantoñas. Me di cuenta de que ese pequeño no era mi hijo, era un extraño, y justo en ese momento se desvaneció» continuó recordando Natividad, mientras el vello de su brazo se erizaba por momentos.

Tal y como ella misma volvió a narrar hace unos días en el programa de televisión Cuarto Milenio, esta no sería la única manifestación espectral a la que ha tenido que hacer frente en su domicilio, situado en el barrio de San Agustín. Otra noche se encontraba sentada en una silla y se percató de que algo se movía en el pasillo. Al asomarse comprobó que no había nadie, pero al regresar a su asiento, de forma súbita apareció de nuevo frente a ella esa inquietante figura infantil. Y con un aliento que helaba el alma, le susurró a corta distancia: «Mamá, mamá, mamá...». Natividad quedó sobrecogida, pero no de miedo sino de tristeza, sin saber cómo ayudar a ese desdichado crío a encontrar su lugar.

Su último encuentro con lo insólito ocurrió una tarde del pasado verano mientras trataba de dormir la siesta. Al abrir los ojos pudo observar nítidamente a una niña apoyada al final de la cama, mirándola fijamente.

Aunque instantes después ya no estaba, Natividad tuvo tiempo suficiente para fijarse en su tez pálida, su melena corta de color negro azabache y sus preciosos ojos oscuros y almendrados. Por suerte, he podido seguir el caso de cerca y me alegra saber que, desde que el equipo del programa de televisión y un servidor intervinimos, las manifestaciones han rebajado su frecuencia. La presencia maligna que la testigo y algunos miembros de su familia percibían parece haber remitido, aunque, según he sabido, hace solo unas semanas uno de los niños volvió a hacer aparición. ¿Qué buscan esas pequeñas ánimas errantes en casa de Natividad? Quizás, solo desean no sentirse tan solas.