En la 'capital del mundo' tenía que acabar la interminable sequía de victorias españolas. Solo podía ser Marc Soler, porque el día que se siente como un bruto encima de la bici no hay ser humano que lo frene, que lo capture y que evite que consiga el triunfo en la Gran Vía de Bilbao. Homenaje a su pequeño bebé, felicidad inmensa, cara de agotamiento y mucho sufrimiento, pero la victoria ya era suya, nadie se la podía quitar y aunque ganase con agonía, que más daba.

Hacía 122 etapas, dos años, dos Tours, dos Giros y una Vuelta entera desde que IonIzagirre triunfó en Formigal. Y costó tanto que llegara como conseguirla por parte de Soler. Faltaban dos kilómetros y solo llevaba cinco segundos de ventaja. Eran dos kilómetros que podían hacerse tan largos como los últimos dos minutos en el Bernabéu. Por una vez no ocurrió, por una vez no pasó que le birlasen el triunfo a un ciclista local, que Soler se quedase con la miel en los labios; una derrota, otra más para este ciclismo español que crece con lentitud, que espera a dos 'niños', Juan Ayuso y Carlos Rodríguez, presentes en la Vuelta, con los brazos abiertos y que un dio llegó a ver a Soler como un elegido para la gloria, cuando crecía en las filas del Movistar y cuando ganaba la París-Niza. Y eso ya eran palabras mayores, una hazaña reservada a unos pocos.

En el Movistar nunca quedó muy claro si Soler era un gregario o un chaval que aprendía a las órdenes, sobre todo, de Alejandro Valverde. Hasta que un día lo llevaron al Giro (2021) con los galones de líder. Allí se cayó, quizá debió sufrir más antes de dejarlo, de retirarse y de perder la confianza de sus jefes. Tan rápido le dieron una jefatura como se la quitaron. Ya no importó que fuera uno de los afectados en la caída brutal de la primera etapa del Tour cuando a una mujer no se le ocurrió otra cosa que sacar un cartel saludando a sus abuelitos. ¡Todos al suelo! Y va Soler y se rompe los dos brazos y con las fracturas, sufriendo como un perro, llegó a la meta. El esfuerzo no le sirvió de nada. Ya estaba fuera del Movistar. Ya era momento de olvidarse de ser un jefe en el pelotón para convertirse en un ayudante de Tadej Pogacar en el UEA y aprovechar ocasiones, con el esloveno ausente, como la que se le presentó en Bilbao. A ganar, a demostrar que movía los pedales como un bruto, como un animal, sintiendo el aliento de los que lo perseguían, tan cerca, que solo ganó por cuatro segundos y no se lo creyó hasta que quedaban 25 metros para cruzar la línea de meta.

Con el permiso de Roglic

Y le costó, tan cierto como que fue el último que entró en la escapada permitida por un Jumbo que había escogido el día para liberarse del trabajo de controlar el jersey rojo de Primoz Roglic. Si algún escapado les hacía el favor de conseguir el liderato le entregaban la camiseta con un lazito. Y el designado fue el francés Rudy Molard, integrante de la escapada en la que iba Soler, la que transitó por las montañas que rodean Bilbao, plagadas de público, centenares de ikurriñas. Y con esos gritos que oyó Soler para ponerle los pelos de punta antes de dedicarle la victoria a su bebé.

Que no se tenga que esperar 122 etapas más para que otro ciclista español consiga una victoria en una de las tres grandes. El año que viene el Tour sale de Bilbao y la Gran Vía volverá a designar no solo al primer vencedor sino al primer jersey amarillo, porque si solo se habla de la ronda francesa la sequía todavía es mayor, desde julio de 2018 con el triunfo de Omar Fraile en Mende. Mucho tiempo.