¿De todo el tiempo que has vivido, cuánto has sido la persona que querías ser?

Por primera vez no me da envidia ni nostalgia que la gente se vaya a dormir a su casa y yo me quede aquí, frente a esta piscina natural del río Ibor, sin más techo que un árbol y la luna llena. Antes me ocasionaba cierta aprensión, añoraba el hogar, el sentarse a cenar en una mesa, en el patio, echarse una fina sábana en la cama o cerrar la ventana si refrescaba, poner jazmín en la mesita de noche para alejar a los mosquitos o escuchar el sonido del transistor en el interior de los dormitorios apagados. También los ronquidos. La gente me repite que cuando anochezca voy a pasar frío. El sonido hipnotizante de la corriente me va acercando a mis delirios. Hago un autorretrato y me quedo dormido con el croar de una rana.

¿Y cuánto tiempo has pasado enfadado?

Amanezco a las seis y cuarto y ahí sigue la rana. Me encanta levantarme cuando decida el sol, hervirme un té junto al río, con la sudadera puesta, sin noticias, sin relojes, sin música, sin nada que hacer, con lentitud. Me gusta recoger, lavarme los dientes, fregar, aprovechar cada gota de agua, crear mi propia rutina, organizar las bolsas de las alforjas, que todo esté en perfecto orden. Abajo, la ropa; en medio, el neceser; arriba, libros, cámara y cocina.

A las siete y cuarto estoy pedaleando. Tengo que mentalizarme de que en un trayecto tan largo habrá tramos de transición, aburridos, que se harán duros. Carreteras anchas, llanas, sin más atractivo que la silueta de Gredos al fondo. Me gusta pasar de un valle a otro. Ayer veía el Guadiana, hoy el Tajo. Trazo una línea imaginaria entre ambos y me parece infinita. ¿A quién se le ha ocurrido poner tres carriles entre Navalmoral de la Mata y Jarandilla de la Vera? Algunos días hay que aprender a no disfrutar.

Pedro Blázquez lleva 40 años trabajando en una fábrica de tabaco. A cada empleado le asignaban un número al entrar. Él era el 298. Cuando se fue ostentaba el 4. Es el último gañán, bromea el dueño de la gasolinera, que por fin sonríe. Las manos de Pedro nunca dejarán de sostener cigarrillos. Lo que hacemos y cómo lo hacemos es lo que nos define.

Me miden la temperatura al entrar en la Garganta de Cuartos, cerca de Losar de la Vera. Es domingo y hay bastante gente. Supongo que la soledad es esto, estar rodeado y no sentir a nadie. Me tiro de cabeza, me hago un bocadillo de jamón, buceo, sigo a pececillos, el sol se proyecta en el fondo de la poza y sale disparado, mantengo los ojos abiertos, fascinado con las ondas del agua, leo, hasta que una familia activa un aparatoso altavoz con reggaeton y cambio de poza.

Un escondite, antes de llegar a Viandar de la Vera. Tengo dos opciones: situarme junto a un matrimonio con un niño o al lado de unos adolescentes. Pese a que busco silencio, opto por la juventud. Dos hombres recogen sus toallas y farfullan. Los jóvenes vociferan y bailan una canción grotesca, yo me baño y continúo leyendo. Me divierte la inocencia que desprenden, con sus planes nocturnos, sus descarados ligoteos, sus preocupaciones, sus selfies, un chico y una chica se alejan del grupo, otro les sigue, dónde vas, le frenan. Vuelven sonrojados, por separado, cuchichean. Son los veranos en los que lo único que te importaba era comer patatas de bolsa y quitarle los pellejos de la espalda a la chica que te gustaba.