Diario Córdoba

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ALPES EN BICI | CUADERNO DE MONTAÑA (12)

Madeleine (1.993 m.), Télégraphe (1.566m.), Galibier (2.642 m.), he cruzado mi frontera

La gran locura final, una etapa de 153 kilómetros, once horas de bici, tres puertos gigantes con más de cuatro mil metros de desnivel y la última noche en una cima deslumbrante con lluvia, viento y niebla

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Madeleine (1.993 m.), Télégraphe (1.566m.), Galibier (2.642 m.), he cruzado mi frontera José Juan Luque

No sé en qué momento comencé a fabricar esta barbaridad. Seis de la mañana. Voy apurando la fruta, termino los melocotones y las galletas de chocolate. Hay algo dentro de mí que me impulsa a no parar, a dar un paso más aun cuando creo que ya ha sido suficiente. Respiro más paz que inquietud. Es lunes, no hay coches ni gente. Empiezo a subir el Col de la Madeleine, cuatro horas abrasado, me froto las piernas en una poza congelada, es un aviso, pero aún no lo intuyo. No sospecho que voy a hacer 153 kilómetros, que voy a subir tres puertos ingobernables, más de cuatro mil metros de desnivel acumulado, que estaré once horas y quince minutos encima de la bicicleta, que volveré a sentir miedo, que dormiré a 2.642 metros de altitud, que me envolverá la niebla, que no me dará tiempo de preparar la cena. Nada de eso puedo imaginar en la Boulangerie Le Vieux Four, en St. Michel de Maurienne, tomando dos pan du chocolat y un café. Tampoco lo puedo prever a las cuatro y media de la tarde, justo al inicio del ascenso al segundo coloso, el Col du Télégraphe, cuando aún faltan 35 kilómetros para coronar y lo veo imposible. Pero ya no tiemblo al escuchar el nombre de un puerto ni la distancia.

He apurado los garbanzos y empieza a llover, oigo la tormenta, es para volverse loco. Tengo que decidir si me quedo en Valloire, el último pueblo de paso, o desafío a la montaña, pinta muy mal el día, treinta segundos seguidos de truenos. A las seis y cuarto alcanzo el Télégraphe, fácil, la lluvia hace que me olvide de las cuestas. Obvio el pueblo con un tímido reproche porque ya no sé si es valentía o temeridad. No sé a dónde voy a llegar, no sé dónde me estoy metiendo, llevo 9 horas y 18 minutos de bici, casi 140 kilómetros. ¿Por qué no me quedo en Valloire? Porque la última noche se merece algo más genuino. 

Allá vamos, Galibier. Siete de la tarde, un reto que se salga de la lógica, como si no me valiera con lo que llevo. Otra vez aparece la lluvia y quedan seis kilómetros para la cima. Hablo con mi abuela bastante, creo que es la única que entendería por qué hago esto. Los pocos coches que me cruzo ya llevan las luces encendidas. Es difícil mantener la calma cuando estás tan expuesto y tan solo. Es complicado, pero hay que mantenerla. La mente tiene que ser más fuerte que el cuerpo. Me dan ganas de llorar. Me impresiona todo, más de diez horas de etapa, pierdo la cuenta de kilómetros, estoy sintiendo, sufriendo y gozando la épica en mi propia piel. Prometo que esto es lo último, te lo prometo, mamá. Un coche no ha podido subir, se lo lleva la grúa. Afronto el último kilómetro del Galibier, del viaje, de esta experiencia tan vital, y miro atrás, y me parece increíble que hace un momento estuviera ahí abajo, con la lluvia, las dudas, y ahora la luz. Chispea. No me queda más que decir. Salí a las 6 y 53 de la mañana, son las 8 y 58 de la tarde, no me da tiempo de preparar cena porque anochece y hace viento, he sujetado la tienda con piedras, me tomo un bocadillo de paté. Y si no llueve, podré salir durante la noche a helarme con este paisaje abrumador. De noche, solo en la cima del Galibier, ahora sí me impacta pronunciarlo

Último kilómetro del Galibier y de este viaje tan salvaje; dentro de unos años me preguntaré cómo pude hacerlo, y buscarlo

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Última noche para completar un viaje inolvidable, salvaje, y que me ha hecho descubrir mucho de mí mismo, de la naturaleza, de la mente, de lo físico… He traspasado mi propia frontera. No por la distancia, 985 kilómetros, ni por los puertos, 20 en 14 días, sino por la forma de adentrarme en las montañas, por las once noches que pasé en las cumbres, a la intemperie, por no conformarme con la placidez de los valles, por seguir pese al miedo. Los Alpes me dejan una gran huella, una huella que llegó a doler, pero una huella que amo. La huella que dentro de unos años me recordará lo que hice, cómo lo hice y, sobre todo, cómo pude buscarlo.

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