En un pueblo del Norte, poco después de nuestra última guerra incivil, unos golpes y gritos en la puerta en plena noche despiertan sobresaltado al matrimonio. Es el vecino que pide ayuda para salvar su vaca, con dificultades al comenzar a parir. El marido va a vestirse. Su mujer, asombrada, le dice: «¿Le vas a ayudar, después de todo lo que te hizo en la guerra?». Él responde: «Es mi vecino y es la vaca. Y hay que acabar con todo aquello».

  Juro que no me fijé si ponía en ese relato la ideología de cada cual. ¡Ya está bien de tanto rencor miserable y destructor! Casi un siglo después, todavía tenemos demasiados españoles que no han aprendido a superar ideologías, ni siquiera en la trágica epidemia que ha cambiado nuestras vidas ni en la gran crisis que ya nos afecta tanto, con perspectivas incluso apocalípticas, de esta guerra en el norte de Europa. Y así nos va.

  Decidamos de una vez todos a vivir en paz y prosperidad, sin extremismos políticos, o no quedará muy pronto ni la piel de esa vaca que es geográficamente España. Porque los datos son demasiado claros. Hoy nuestra tierra está ya muy erosionada, desecada e incluso quemada, mal cuidada en su vegetación y vida animal, desprovista de gente en casi toda su extensión. La gran mayoría de nuestra excesiva población (debemos importar la mitad de nuestra alimentación con dinero ganado explotando, hasta con tráfico ilegal de armas, pueblos y tierras ajenas) nos hacinamos en las ciudades, con un trabajo excesivo, que nos enferma. Vale, pues, la pena tomarnos en serio el mejorar nuestra tan neurótica y chocante convivencia.