Opinión | Editorial

La violencia machista se ceba en los hijos

Los logros en la igualdad están produciendo una reacción en los sectores más retrógrados

Cuatro niñas y tres niños han sido asesinados desde que empezó el año por el padre de las familias. La mayoría fueron víctimas de la violencia vicaria, la ejercida por el maltratador para hacer sufrir a la madre. Incluso cuando el hecho no encaja con esta definición y las motivaciones internas del perpetrador puedan ser otras, todos murieron en manos de quien se creía con potestad para decidir sobre su vida, la interpretación más extrema y perversa de la autoridad patriarcal. Un ejercicio de la violencia hay una voluntad de dominio, de control absoluto. Los datos son los peores desde el 2013, el año en que empezó a contabilizarse los casos de violencia machista. Aunque, como al resto de datos referentes a cualquier otra manifestación de este fenómeno, a la hora de interpretar las estadísticas deba incorporarse también el efecto de aflorar e identificar sucesos que en un entorno de menor concienciación pasaban desapercibidos.

Hay frases que, como las malas hierbas, se resisten a desaparecer. Que, aunque su eco es lejano, siguen reproduciéndose una y otra vez. Aquel «la maté porque era mía» o «te voy a dar donde más te duele». Ambas se solapan para dañar a los más desprotegidos, a los más inocentes. Cuesta entender el mecanismo psicológico que lleva a un padre a matar a sus hijos. Por eso, por lo terrible, por lo incomprensible, por lo doloroso e indignante que es, cabe ponerlo en el centro del debate. En esta cuestión no caben trampas dialécticas ni estrategias partidistas. Toda la sociedad, todas las instituciones deben volcarse en la protección de los niños.

«Es hora de empezar a pensar en términos de estado de alarma» apuntaba ayer en este diario Sonia Vaccaro, la psicóloga que acuñó el término de violencia vicaria. Por esta expresión se entiende toda aquel daño que el maltratador inflige a sus hijos para provocar el sufrimiento de la madre. Los niños se convierten en un simple mecanismo de tortura. Es la deshumanización última, la ceguera absoluta.

Cada caso responde a una o varias problemáticas, pero en esta creciente virulencia hay un contexto social que no puede obviarse: el avance feminista. Los logros en la igualdad están produciendo una reacción en los sectores más retrógrados. Una resistencia que no siempre es espontánea. La extrema derecha alimenta un vivero de votos victimizando a los hombres, aprovechando la incertidumbre económica y señalando a las mujeres como culpables de todos los males. Utiliza mensajes que exaltan la hombría, que asientan la autoestima en el dominio. Es algo más que una estrategia política contra la izquierda: es un veneno para la convivencia. Y, ahora sabemos, trágicamente sabemos, hasta qué punto es letal.

España ha conseguido dotarse de un robusto y avanzado marco legal para combatir la violencia machista. Ahora falta que el conjunto de la sociedad asuma su total significado. Quienes han de aplicar las leyes, en primer lugar. Sin tibiezas. Y con la seguridad de que los niños deben pasar por delante de cualquier consideración. El régimen de visitas es, sin duda, un punto clave a revisar. Ante el derecho de un padre violento a ver a su hijo debe prevalecer el derecho a la protección del niño. Ampliar y profundizar los métodos de análisis de cada situación es una prioridad. Hay demasiadas vidas en juego.

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