Opinión | Cosas

Pimpampum

Trapichear con mascarillas es deplorable, pero hay que dejar que se pronuncien los tribunales

Hemos dejado atrás una de las Semanas Santas más lluviosas que se recuerda. Quizá no ha existido sincronía en las plegarias, pero es una alegría contemplar esta exuberancia de verde y unos regueros inimaginables hace apenas unas semanas. Desde los Baños de Popea a las Chorreras del Bailón, el agua ha vuelto. Esta redención de la naturaleza ha coincidido con la Semana de Pasión y la catarsis de Cristo que da sentido a la fe cristiana.

La expiación no es exclusiva del cristianismo y diríase que es un distintivo teológico. La inmolación de prisioneros en las pirámides mayas, o el ofrecimiento de doncellas a los volcanes hawaianos pretendían saciar la ira de los dioses, no muy distinto al sacrificio de Abraham. Hay también un componente de purificación en esta impulsión colectiva de los musulmanes, cuando uno de los elementos preceptivos de la peregrinación a La Meca es el hach, el lanzamiento de guijarros a unos muros que simbolizan al diablo.

Hay una irradiación de esa transgresión exculpatoria hacia manifestaciones populares, una etnografía que se pierde en la noche de los tiempos. El Cipotegato, el personaje principal de las fiestas de Tarazona, es un pimpampum ambulante al que la muchedumbre le arroja tomates. Pero para purgas no exentas de polémica, la que ha surgido en el pueblo sevillano de Coripe. En su particular demonización de un pelele que representa a la figura de Judas, en esta ocasión han vestido al muñeco con los atributos de Koldo García. No han faltado parroquianos que le hayan descerrajado unas postas con la escopeta al simbólico muñeco, jaleando este hartazgo mediatizado hacia una forma de hacer política. Tampoco difiere mucho del monigote que representaba a Pedro Sánchez y que colgaron y apalearon -con una chusca imitación de Kung-Fu Panda- junto a la sede de Ferraz. Claro que hay clases y clases. Los ninots de las fallas valencianas están repletos de retranca y de crítica social. Mentes más turbias sostendrían que en estas fiestas predomina una impronta inquisitorial, orientándose hacia el carácter condenatorio del fuego en lugar de su pulsión festiva y vivificadora.

Es difícil aplicar una suerte de presunción de inocencia a estas manifestaciones de desahogo colectivo. Pero la turbamulta es la antítesis del ejercicio democrático, un aquelarre asambleario que satisface los bajos instintos pero nunca la conciencia. Tenemos el alma encallecida ante tantas imágenes de horror, y aún así me sobrecogió el linchamiento de una mujer en la ciudad mexicana de Taxco, supuestamente por secuestrar y asesinar a una niña de ocho años. Quizá una de las quebraduras de los países iberoamericanos es ese arraigo para adaptar la ley del Talión, hurtándole al Estado -al buen Estado- el monopolio de la violencia. Es la fórmula que ha exhibido Bukele en El Salvador para exhibir su cesarismo, contrastando con la brutal anarquía de Haití para restregar a Europa su democracia blanda.

No estamos para falsos pacifismos. Visto este tufo arribista y totalitario que campea por el mundo, no es tan exagerado palpar en el orbe un ambiente prebélico. Y aun así, no me gusta pegar escopetazos ni contra muñecos de trapo. Menos aún cuando los exorcismos se adelantan a sentencias condenatorias. Trapichear con mascarillas en los momentos más críticos de la pandemia es una actitud deplorable, pero hay que dejar que se pronuncien los tribunales. En cualquier caso, los grandes avances de la civilización se han asentado en el alivio y sublimación de las vías de desahogo. Si ya no se tiran cabras de los campanarios, menos con chanzas populares de monigotes que llevan nombres y apellidos para hacerle el verduguillo.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor.

Suscríbete para seguir leyendo