Opinión | EL TRIÁNGULO

Mejor ser optimistas

Llevamos apenas cuatro días del nuevo año, par y bisiesto, y soy optimista. Han ocurrido cosas para no serlo, pero estoy decidida a ver el lado bueno de las cosas o, al menos, intentarlo. No significa que vaya a poner el filtro rosa a la vida, sino que, simplemente, voy a procurar extraer la parte positiva de lo que ocurra, aunque solo sea para fastidiar a los que se empeñan en embadurnarlo todo con demagogia, agresividad y patrañas.

Lo sucedido en Nochevieja en la calle Ferraz de Madrid, por ejemplo, merecería todo tipo de críticas y condenas por parte de todos: partidos políticos, medios de comunicación y sociedad en general. Es intolerable la tibieza cuando hablamos de apalear en la vía pública un muñeco que aparenta ser el presidente del Gobierno. Es indiferente el nombre de la persona que ocupe el cargo y no cabe excepción alguna en un Estado de Derecho. Resulta aún más llamativo que quienes jalean semejantes actitudes entre la ciudadanía reclamen después castigo para los que arremeten contra el jefe del Estado o prenden una fotografía o bandera. El mismo simbolismo tienen todos. A la indignación inicial he decidido sustituirla por la satisfacción de comprobar que esos ejercicios de incivismo y violencia pierden protagonismo con los días. El espacio que antes ocupaban en televisiones, radios y periódicos o, incluso, en la barra del bar, dejan paso a los Reyes Magos, la princesa Leonor o el fútbol. Pierde peso el Falcon, «que te vote Txapote» y «me gusta la fruta». Todo vuelve a la normalidad.

Igualmente prefiero pensar que los anhelos de la izquierda por dividirse acabarán desdibujándose en un tablero político cada vez más dividido, pero tendente a la polarización. Las peleas por quién es más progresista, feminista o ecologista acabarán enseñándoles, una vez más, que la historia no se hace discutiendo sino cediendo. Esta máxima, en realidad, sigue siendo una entelequia, salvo para algunos partidos territoriales que sí han entendido de qué va España.

El ataque indiscriminado de ciertos flancos políticos a las decisiones de un gobierno salido de las urnas y cocinado a fuego lento entre Bruselas, Barcelona, Bilbao y Madrid también se diluye. Por más frases huecas y populistas que se pronuncien y por más veces que se repitan, no acaban siendo verdad. Una mentira repetida mil veces no se convierte en verdad, como decía Göbbels. La emoción puede ganar terreno en un momento dado a la razón, pero cuando se trata de tomar decisiones importantes los ciudadanos solemos vestirnos con el traje del sentido común. Aunque nos dejemos arrastrar hacia mensajes facilones, luego nos resistimos a quedarnos en la superficie. Voy a ser optimista. Razones, de momento, tengo.

*Periodista

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