Opinión | HOGUERA DE MANZANAS

Melancolía versus desesperación

Damos, ya con el solsticio de invierno, el pistoletazo de salida a la carrera festivo-religiosa que este año no acabará hasta el ocho de enero. Desde las cenas de empresa al terrible domingo posterior a Reyes, la vida va a ser un maratón de dulces, luces, alcoholes, regalos, comidas, cuñados, cenas y villancicos. Se añade además el cupo de amigos que andan compitiendo con Mr. Scrooge y el Grinch, y los que están dispuestos a adorar cualquier cosa menos al pobre niño Jesús. ¡Consumismo, falsedad, catolicismo, yo qué sé, fascismo! Olvidan acaso que a nadie se le obliga a comprar ni una bola navideña y que siempre se puede optar por reunirte con quien quieres, si es que tienes de eso, y disfrutar de la alegría que sienten los críos (si es que tienes de eso). Para mí, que ya voy por la tercera adolescencia, estas fechas se tiñen de una melancolía dulce que a veces me ahoga desde que falta mi padre. No sabía en mi juventud, cuando tanto abominaba de las Navidades, hasta qué punto fui feliz en aquellas cenas y comidas con padres, hermanos, abuelos, tíos, primos y nada que echar de menos.

Hace años, hablando sobre suicidas japoneses (os parecerá raro como tema de conversación a lo mejor, pero así es mi vida), un amigo muy listo me recordó el aforismo de Juan Ramón Jiménez que decía que la tristeza y la debilidad hacen la desesperación; y la tristeza y la fuerza, la melancolía. Este amigo, del que aprendí mucho durante un tiempo, sostenía además que Occidente estaba importando desesperación en vez de exportar melancolía y que en ello se cifraba parte de su decadencia. Pudiera ser. En cualquier caso, nunca oí una definición más hermosa de melancolía ni una distinción más lúcida entre ésta y la desesperación. A partir de entonces, el hecho de tener melancolía para exportar hizo que me sintiera fuerte.

** Filóloga y escritora

Suscríbete para seguir leyendo