Opinión | foro romano

Que no esté lleno sólo de turistas

«Cuando casi rocé la piel del muchacho mareado con la jeringuilla, tomé la primera determinación de mi inminente mili»

Un soldado en la puerta del cuartel de La Trinidad.

Un soldado en la puerta del cuartel de La Trinidad. / Manuel Murillo

Aunque ahora casi todo esté manchado con el «veneno» de las redes sociales y la bronca política aumente la intolerancia, lo cierto es que parece que existen dos mundos: el real y el de la tele y los móviles. Y en estos días de puente que hoy acaban parece que el mundo le ha dado una tregua a la intolerancia, ha hecho la maleta y se ha puesto a viajar, a hacer turismo, que es el futuro, ya sea en forma de pernoctaciones, como dice Salvador Fuentes, presidente de la Diputación, en combinar el uso religioso con el turístico, según Joaquín Alberto Nieva, presidente del Cabildo Catedral, o afianzar la marca Córdoba, como sostiene Daniel García Ibarrola, al que todos hemos conocido como uno de los jefes del Corte Inglés y ahora es concejal-delegado de Turismo del Ayuntamiento de Córdoba. 

Es que todas las calles, sobre todo las del centro y las del casco histórico, han rebosado y los restaurantes le han puesto de comer y le han dado copas a muchedumbres de compañeros de trabajo o amigos de los Salesianos o de la mili que se han apuntado a la moda extensiva de juntarse por Navidad. En un sentido figurado, toda la belleza de las calles de Córdoba se ha puesto perdida de tanto turismo, un futuro que dentro de poco estandarizará las ciudades y elevará los precios de pisos y viviendas. 

Lo ha dicho el rector de la Universidad de Córdoba, Manuel Torralbo, cuando ha hablado de que «tendremos la llave de la Zona este mes», aunque sus obras de adaptación tardarán al menos dos años. El rector de la UCO ha construido una verdad tan elemental y necesaria como una carrera universitaria al justificar la compra por la Universidad del antiguo cuartel de la Zona, donde nos dieron el petate de la mili, «porque supone dar vida universitaria al casco histórico y que no esté lleno sólo de turistas». La Zona, ese cuartel situado en la calle Lope de Hoces, que une La Victoria con la plaza de la iglesia de la Trinidad, donde Góngora se levanta en estatua, mi primo Julián de Carretes -que trabajaba en los Almacenes las Siete Puertas de Sevilla- hizo la mili y en aquellos años sesenta me convidó a comer rancho. Un espacio de la Córdoba interior donde accedías después de haberte movido cien mil veces por el Paseo de la Victoria y por Ronda de los Tejares, antes Generalísimo, donde estaba la plaza de toros y luego Galerías Preciados y el Corte Inglés, por donde podemos ver al cura José Juan Jiménez Güeto, párroco de San Juan y Todos los Santos-La Trinidad, que se mueve por una Córdoba de palacios, como el de los Duques de Hornachuelos, actual Escuela de Artes y Oficios, y casas nobles, como la que acoge al Instituto Zalima. 

Eran los primeros días del año 1975 y había pasado la noche en casa de mi tía Redimida, por la Colonia de la Paz, ya que me habían citado muy temprano en el cuartel de la Zona para recoger el petate militar, que ese mes nos íbamos a la mili. En el patio del cuartel nos amontonamos unos cientos de reclutas en ciernes que lo único que hacíamos era fumar, hablar y esperar… y nos dieron las once, las doce y la una y allí seguíamos como a las nueve: esperando el petate de la mili. En un momento se oyó por los altavoces que uno de los soldados en ciernes se había mareado y pedían el compromiso de quienes pudieran auxiliarlo. Me ofrecí y el militar que estaba a nuestro frente me dio una jeringuilla para que le pusiera una inyección al chaval que se había mareado. La cogí y por la cabeza me pasaron mil pensamientos: esto es la mili y tienes que hacer lo que te digan; vale, pero yo no sé poner inyecciones y puedo causarle un mal a ese muchacho; me armo de valor, le pongo la inyección y que sea lo que dios quiera. Levanté la jeringa y me agaché hasta el suelo donde yacía. Cuando casi rocé la piel del muchacho mareado con la jeringuilla que estaba en mi mano tomé la primera determinación de mi inminente mili. Me dirigí al militar que estaba a nuestro frente y le dije que no le inyectaba a mi compañero porque yo no sabía poner inyecciones y que si lo hacía podía ocurrir una desgracia. Fue cuando se aclaró todo. «Hemos pedido por los altavoces un sanitario y tú has levantado la mano», me dijo el militar jefe. Le contesté: «Yo he entendido un solitario». Las risas llenaron el patio del cuartel de la Zona, donde me dieron por fin el petate para irme a la mili en Algeciras, donde viví la Marcha Verde y la muerte de Franco. Cuando cumplí sesenta años compañeros del periódico me invitaron a una comida donde me regalaron un cuadro pintado por el ilustrador Vic que lo tituló: «El sanitario solitario».

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