Opinión | ENTRE LÍNEAS

JuanM. Niza

Lo que más odia el turista

Lo que más le molestará de cada ciudad que visita es que haya otros muchísimos como él

Me sorprendí el otro día dándome cuenta de que un servidor antes era más detallista con los turistas. He descubierto que he ido perdiendo cierta amabilidad. No me refiero a la educación. ¡Faltaría más! Pero sí que tengo menos deseo de agradar al visitante a toda costa. Por ejemplo, recuerdo que antes si pasaba por la calle Torrijos me paraba cada dos por tres para que el visitante hiciera cómodamente sus fotos de grupo ante las puertas de la Mezquita-Catedral más cuajadas de yeserías bicolor: la de San Ildefonso, San Miguel, San Sebastián, la del Espíritu Santo... Hoy en día me hago el despistado y cruzo ante sus cámaras sin variar mi paso. «Que el turista haga la foto cuando lo vea oportuno», pienso. Porque si un cordobés que tiene esa calle en sus itinerarios diarios tiene que pararse ante todo el que está preparando una foto, como mínimo tiene que perder un par de minutos, que al cabo del mes sería una hora. Media jornada al término de un año. Y si no quedase más remedio, pues posiblemente seguiría deteniéndome unos instantes, aunque me deje perplejo esa manía de muchos de poner poses raras ante unas maravillas como son las puertas de la Mezquita-Catedral, usándolas solo como telón de fondo para la foto pero sin mostrar ningún interés ni respeto por este conjunto, su historia y su significado... Como dejan patente algunas actitudes que se ven.

No sé... Quiero pensar que, como el resto de mis paisanos, por mucha presión que ejerza el turismo, tampoco acabaré perdiendo la amabilidad. Aunque quizá ahora comprendo, sin llegar a justificar, esa bien ganada fama de mal educados que tienen los parisinos con los turistas, quizá propiciada por décadas y décadas de ser la ciudad más visitada de Europa.

El caso es que, además de buscar otro modelo de turismo, algo que tenemos que plantearnos entre todos para nuestra ciudad (una Córdoba que ya está hartita de despedidas horteras y alcohólicas de solteros), también habría que cambiar la forma de ser turista, algo que solo compete a cada uno personalmente. Digo todo esto porque ya en pleno verano los afortunados que puedan saldrán de Córdoba, y también serán turistas allí donde vayan. Salvo los cordobeses que se marchen a la playa u otros sitios fresquitos, que quizá pueden encuadrarse más en la categoría de refugiados climáticos.

En todo caso, tanto los que vienen como los que van, todos quieren ver mundo sintiéndose «viajeros», que no «turistas». Porque el «viajero» tiene cierta connotación de aventurero, de descubridor, de embajador, de filósofo, de investigador, de alumno, de sabio, de artista... Y un «turista» es solo eso: un «turista». Un tipo de ganado vacacional que paga para ver algo mono con la seguridad de volver a casa para continuar con la vida que lleva.

Y claro, el que quiere verse como «viajero» (que en el fondo somos todos), si realmente no va a disfrutar de los auténticos valores del lugar pese a los contratiempos, si no va con humildad y ojos dispuestos a sorprenderse, si no ve más allá de ‘lo mono’ que es un sitio, lo que más le molestará de cada ciudad que visita es que haya otros muchísimos como él, porque su mera presencia les echa en cara la gran verdad: que simplemente es otro turista más.

La mitad de todo el viaje lo hace el espíritu con el que se viaja. Y al auténtico viajero poquísimos contratiempos le amargan la experiencia. Al turista, sin embargo, lo que más le molesta es... el turismo.

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