Opinión | tormenta de verano

Felicidad

Es una cuestión personal, un estado del espíritu hecho de pequeños momentos y grandes actitudes

El 19 de marzo, además de ser el día comercial dedicado al padre, celebramos en nuestra memoria histórica que las Cortes Generales españolas, integradas por diputados de América, Asia y la Península, reunidos en sesión extraordinaria en Cádiz en 1812, aprobaron la primera Constitución de nuestro país, liberal y avanzada, que consagraba la soberanía de la Nación, la monarquía parlamentaria, la libertad de imprenta o la división de poderes.

Llama también la atención el artículo 13 de aquella Carta Magna: «El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen». ¿Somos una nación feliz un siglo después?, ¿cumple el Gobierno con su objetivo? Señalo esta reflexión, porque celebramos el próximo día 20 la Jornada Internacional de la Felicidad, proclamada por Naciones Unidas en 2012, en el preámbulo de esta primavera de irrupción inminente y esperada.

La felicidad no sólo ha sido un deseo innato del ser humano, sino que también ha tenido reconocimiento jurídico. La declaración de Independencia de las 13 Colonias, redactada por Thomas Jefferson, que se aprobó en Filadelfia el 4 de julio de 1776, partida de nacimiento de los Estados Unidos de Norteamérica, declara que «sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Y la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de agosto de 1789, en su preámbulo alude también a la felicidad como objeto del Gobierno de la Nación. Me pregunto si existe algo más revolucionario que la felicidad. No es lo mismo la vida buena, que la buena vida o «vidorra», que tantos añoran a golpe de lujos y placeres. La filósofa Victoria Camps, en su obra ‘La búsqueda de la felicidad’, lo distingue con nitidez: «No hacen falta muchas razones para mostrar que la vida buena tiene más valor que la buena vida, aunque la segunda sea una opción más apetecible que la primera. La satisfacción de haber actuado bien y en beneficio no solo de uno mismo es, para muchos, razón suficiente para promover un modo de vida más orientado por fines éticos que por intereses privados y parciales».

Hace varias décadas, el pequeño Reino de Bután, al pie de la cordillera del Himalaya, aprobó que la filosofía de su gobierno se basara en la felicidad de sus súbditos. Y para ello inventó el concepto de Felicidad Nacional Bruta, en vez del Producto Interior Bruto, que sirve de complemento para aquélla. Se calcula midiendo nueve puntos: el bienestar psicológico, el uso del tiempo, la vitalidad de la comunidad, la cultura, la salud, la educación, la diversidad medioambiental, el nivel de vida y el Gobierno. Nuestro país, según esas mediciones del Índice global de la felicidad, estamos en el puesto 36 del ranking mundial. No sé qué diría José Félix Tezanos en sus encuestas, pero sí imagino lo que dirán los ciudadanos con sus papeletas de voto en las elecciones venideras los próximos meses.

Existe una felicidad vinculada al estado del bienestar, a las políticas sociales, a erradicar las guerras, la pobreza y las desigualdades y proteger el planeta, que los gobiernos pueden facilitar o perjudicar, limitando las libertades y derechos de los ciudadanos o garantizando los mismos. Pero creo que, sobre todo, la felicidad es una cuestión personal, relativa, un estado del espíritu hecho de pequeños momentos y grandes actitudes: vive el presente, sé agradecido, aprende a perdonar y a perdonarte, rodéate de gente positiva, alimenta y sube tu autoestima, libera endorfinas. La felicidad como camino y meta irrenunciable, como consigna y bandera sin desmayo. Jorge Luis Borges, en su poema ‘El Remordimiento’, confiesa con amargura: «He cometido el peor de los pecados/que un hombre puede cometer. No he sido/ feliz. Que los glaciares del olvido/me arrastren y me pierdan, despiadados». La felicidad es una elección diaria y la consecuencia de tus propias decisiones. El ensayista francés André Maurois, ante la pregunta de qué hacía falta para ser feliz, contestaba que «un poco de cielo azul encima de nuestras cabezas, un vientecillo tibio y la paz del espíritu».

*Abogado y mediador

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