Opinión | caligrafía

Parque de Banesto

Hay más imbéciles que niños, lo que significa que a muchos los convertimos nosotros en imbéciles, con no poca dedicación al oficio. Estaría bien contemplar la vida humana como un dios, instante por instante, hasta detectar el rito de paso a la plena imbecilidad, asintiendo con el corazón encogido: ahí murió el niño y nació el imbécil. Siguiendo la más moderna pedagogía, se necesita a toda la tribu para educar a un buen imbécil: cada padre transmitiendo sus mermas a gritos, cada entrometimiento, cada defensa apasionada de los primeros síntomas de imbecilidad («mírala, es idéntica, idéntica a su abuelo»). Los niños se resisten lo que pueden, como el mármol, que no por duro aguanta que lo cincelen. Pero caen.

Observo a mis amigos con hijos dudar de cualquier decisión sobre su crianza -mis amigos, dicho sea de paso, producen unos niños de museo, por lo guapo y por lo bueno-. Tomas una decisión y realmente tiras un dado, buscas el cinco o el seis, a ver si llegas a casa o te comes alguna ficha, o haces barrera; pero a menudo la pifias. La pifias hasta por exceso de acierto, como el que saca el tercer seis. Pero existe una decisión infalible. Una decisión sin riesgos, sin grasa, formada por un millón de beneficios, lotería que siempre toca: llevar a los niños al parque.

En los parques los niños hacen ejercicio y se divierten. Les da el sol. Aprenden a esperar y respetar. Aprenden a compartir sin imposiciones. Aprenden a hablar con niños, ¡no!, a organizarse con niños, estableciendo reglas y detectando rápida e instintivamente qué es justo. Aprenden a hablar con los adultos y comprobar que no todos son imbéciles (y a detectarlos). Hay un hermoso momento de saciedad de parque en el que los niños están radiantes. El parque es una maqueta de la sociedad, y les enseña con eficacia y rapidez principios muy difíciles de articular en casa. Puedo equivocarme con la alimentación, con el cuento y la edad, con lo que corrijo y lo que no, con el bilingüismo, con las extraescolares, con las horas de tele. Pero con el parque no me equivoco nunca.

El parque de Banesto, en Cruz de Juárez, es un desastre. Obliga a una población de 18.000 personas a peregrinar con sus niños o a aceptar unas condiciones penosas. Pregunto a mi experto de referencia y concluye de inmediato que el parque necesita más toboganes. Añado: más espacio, mejor suelo, más columpios, un fuerte, un barco, juegos adaptados para niños con problemas de movilidad, unas mesas con tablero de parchís y ajedrez, árboles. Es realmente fácil, por si alguien del Ayuntamiento lee esta súplica: con copiar cualquier otro parque próximo ya se mejoraría. El del Vial, el de Colón, el de los Patos. No hablemos del de Vallellano, maravilloso; o el de la Victoria. Por decir. Mejorando un parque no se equivoca uno nunca, porque aprendemos ahí, adultos y niños, que no somos especiales (y es fácil olvidarlo, asistiendo al milagro cerebral de los niños). Nosotros hacemos el esfuerzo de no criar imbéciles. Échennos una mano.

*Abogado

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