Opinión | LA GEOMETRÍA DEL ÁRBOL

Un año sin pastillas

Dejar el tratamiento contra la ansiedad fue un proceso duro, lleno de altos y bajos

Hace un año que dejé de tomar pastillas para la ansiedad y la depresión: Seroxat y Tranquimazin, la primera por la mañana y la segunda por la tarde, así durante diez meses, no se me va a olvidar en la vida. El proceso comenzó en un viaje a Rumanía. Lo hice poco a poco y sin prescripción médica, algo que no se lo recomiendo a nadie. De hecho, intenté parar un par de veces antes, causándome el efecto contrario, más ansiedad, más ataques, más miedo.

Yo soy de esos jóvenes que tanto se mencionan. De esos a los que la pandemia les destrozó la salud mental. Ya venía mal de antes y el encierro fue solo la excusa perfecta para que todo se desbordara y me quedara a oscuras, llorando en una habitación. Pensamientos dañinos, ganas de no ver el sol y miedo, mucho miedo. En julio comencé a ir a un psicólogo.

Después de un año en el que veía que no avanzaba, pedí ir al psiquiatra, que me recetó las pastillas.

Los motivos por los que dejé la medicación son complicados. Tras unos meses con ellas me encontraba mejor, pero no sentía que fuera gracias a mí, y eso me agobiaba. Por la mañana, cuando me tomaba el Seroxat, me venía un pelotazo importante y me decía a mí mismo «necesitas esto para aguantar el día». Eran unas cadenas invisibles.

En el psicólogo no progresaba porque no quería hacerlo. Mi mente estableció una relación tóxica con la depresión. En el fondo, quería estar mal, quería seguir permaneciendo a oscuras, llorando, pegándome, con pensamientos tóxicos. Hice del miedo mi forma de vida. La mirada al suelo, los ojos vacíos, la posición fetal bajo la mesa. Hubo un tiempo que este era mi plan de vida. Cuando comencé a trabajar, iba un poco mejor, pero había días que se me hacían muy cuesta arriba. Se me nota mucho cuando no estoy.

La depresión es un cubo invisible. A veces se ensancha y piensas que puedes andar un poco, avanzar, pero cuando quiere se estrecha. Lo hace de repente, sin avisar y dándote con el vidrio en la cara. Con un golpe seco y frío. Cuando las paredes se abalanzan sobre ti, el único hueco que hay es el justo para que te quedes en posición fetal y llores. No hay más. Las paredes del cubo son cóncavas y distorsionan el exterior. Se ve todo diferente y hace que pienses que quien te tiende la mano no le importas, que quien te escucha lo hace por obligación, que quien se queda a tu lado es para reírse de ti.

Porque si tuviera que resumir la depresión con una palabra sería miedo. Me destruía y me paralizaba. Me acuerdo de llorar junto a mi mejor amiga y solo acertar a decirle «tengo miedo». Sus abrazos fueron mi único espacio seguro en mucho tiempo. Me sentía vulnerable. Las náuseas y los vómitos eran una constante y cualquier excusa era válida para volver a la posición fetal.

Mi cabeza me saboteaba. Era incapaz de ver lo bueno, lo destruía y lo pensaba repetidamente hasta vaciarlo por completo de significado o le daba la vuelta con el fin de convertirlo en algo negativo. Me sentía pequeño, me quería sentir pequeño. Estaba mal, quería estar mal. Me había arrastrado por completo y no tenía ni fuerzas ni ganas para luchar. Muchas veces me repetí ese verso de Marcos Ana «digo bosque y he perdido la geometría del árbol». Yo hablaba de estar bien y hacía mucho que no sabía lo que significaba eso. Iba al psicólogo por inercia.

Honestamente, no sé cómo salí de la ansiedad y la depresión. Aquel viaje a Rumanía me hizo sentirme libre, me dio oxígeno. En el día a día, los objetivos que me ponía y antes me saboteaba, ahora los lograba y me impulsaban. Fue un proceso lento, muy lento, donde las pequeñas metas, la estabilidad laboral y escuchar al psicólogo fueron claves.

Hasta finales de abril del año pasado no empecé a decir que el miedo no me frenaba, y, a decir verdad, no sé poner fecha a cuándo la ansiedad se fue definitivamente. Me quedan retazos, eso sí. Un proceso tan duro deja secuelas. Clínicamente tengo un perfil ansioso, que me hace que, en ocasiones, la situación se descabalgue más de la cuenta.

A veces, cuando me encuentro mal por cualquier cosa, me gusta regocijarme en ello, que me carcoma, porque sé que se irá. Seguramente esto es peligroso. Otro paso importante fue entender que estar mal está permitido, pero que hay que salir de ahí. Me siento vulnerable a veces y que no importo en otras, pero creo que es normal. Me entiendo mejor, y eso es básico. Me conozco en lo peor, y esto es fundamental. La vida son procesos.

Hago balance y creo que las pastillas fueron un bálsamo para darme cuenta de la situación que estaba viviendo. Que la espiral era insostenible y que tenía que avanzar. A veces, abro el cajón de mi mesa y veo el Seroxat y el Tranquimazin. Les sonrío y pienso: «Ahí os quedáis desgraciadas». No quiero tirarlas, quiero seguir teniéndolas ahí para que, cuando las vea, recuerde que, ahora sí, ya sé cuál es la geometría del árbol.

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