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Rectificados

Sergio del Molino califica a Felipe González como el mejor político español del siglo XX

Un tal González’ no es una biografía al uso. Sergio del Molino ha escrito una particular semblanza de un político que aún destila carisma. Felipe siempre fue Felipe, aunque el esclerótico PSOE en el exilio quisiera endosarle el apodo de Isidoro para avivar el conjuro clandestino. No es un panegírico, aunque no se corta en calificarlo como el mejor político español del siglo XX, tan atrevido y escalado entusiasmo cual la categórica apreciación de Hugh Thomas, al considerar a Franklin D. Roosevelt el hombre del pasado siglo. Con ello, del Molino quiere vindicarse más hijo de la Transición que nieto de la II República, frente a tanta turbulencia a la que se somete al Régimen del 78.

No se puede hablar de González sin mentar a Alfonso Guerra. Pieza clave y profética en esa transformación que experimentó España con aquellos gobiernos socialistas, augurando que a este país no lo iba a conocer ni la madre que le parió. Pero junto a aquellas bonanzas, también hubo sombras. Y no se refiere el autor a esa quiebra de la edad de la inocencia que fue la huelga general del 88, pues el cisma entre partido y sindicato lo entendió como un ejercicio de salud democrática. Nuclea la tarde noche triste del exvicepresidente del Gobierno en aquel 1 de febrero de 1990, cuando todo el arco parlamentario de la oposición se relamía ante un desquite frente a la incisiva y cáustica oratoria que habitualmente empleaba don Alfonso. Compareció para dar cuenta de los tejemanejes del hermanísimo, en un tiempo en el que el control de la corrupción aún era tan grueso como la expansión machista de los chistes verdes. Guerra comenzó comedido, con el estilismo de su mejor oratoria. Todo hasta que los ataques a babor y estribor le hicieron desparramar su discurso más visceral, el que puso en marcha el ventilador para orear todas las miserias y demostrar que en el lenguaje político la mejor defensa no siempre es un buen ataque.

Guerra comprendió enseguida ese error de estrategia y desde ese momento se especuló con su dimisión, aunque Felipe mostró al final de la sesión una solidaridad lapidaria: «si quieren que el vicepresidente se vaya, lo tendrán fácil. Tendrán dos por el precio de uno».

El resto es historia, y la historia está tratando bien a los dos muñidores de la mayor transformación que ha conocido este país en los últimos tres siglos. Queda la soberbia como un pecado capital que mal gestionada desemboca cuando menos en finiquitos políticos. Lo entendió Susana Díaz, que ahora disfruta del discreto encanto de ser senadora de a pie. Y al parecer no lo entiende Irene Montero, enfrascada en la mística berberisca de una monja alférez. Craso error confundir la soberbia con el tesón, o la constancia con la obcecación. Precisamente Felipe tomó prestado de Omar Torrijos uno de sus escudos de armas: «Si te afliges, te aflojas». Pero no es el caso, porque la ductilidad de González salvaba esos obstáculos.

Aquí no. La señora Montero quiere encarnar a la diosa madre del consentimiento y tildar como derecha mediática a todo a quien ose perturbar su oráculo. No tocan las conspiraciones judeo masónicas porque son pantallas afortunadamente superadas y descalificaciones prohibitivas para la bancada morada. Antes que buscar en la judicatura al leviatán, convendría la mansedumbre de la introspección y percatarse de que el reconocimiento del error nos hace más dignos y humanos. Máxime cuando ya se le ha advertido y existen sobradas evidencias de los vicios ocultos de su ley estrella. Rectificar no es una cuestión de género.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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