Diario Córdoba

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manolo fernández

FORO ROMANO

Manuel Fernández

Cuando los mundiales eran una aventura de la infancia

Creo que siempre nos acordaremos de los balones de nuestra vida --hasta que te los quitaban los municipales Julián y Fidel después de romper un cristal-- y de dónde jugábamos al fútbol en los recreos de la escuela o en las tardes sin clases. El fútbol, ahora que a un viernes de rebajas le tenemos que llamar black friday, puede llegar a ser la apariencia más brutal del capitalismo en la que unos empresarios con más ansias de poder se construyen un estadio donde trajinan con el mundo ofreciendo aperitivos y bebidas gratis en momentos de descanso.

En teoría es utilizar el deporte, el fútbol en este caso, para conseguir unos objetivos que nada tienen que ver con la ética ni la deportividad. Es cuando el pueblo está chillando y aplaudiendo los pases y los goles y el empresario anotando en su agenda el golpe que acaba de dar, sea a una empresa particular o al propio Estado. Hasta en El Arcángel hemos asistido invitados a esos corrillos del poder, previa corbata, donde lo que percibías era sólo una mejor visión del estadio y acceso a aperitivos y cervezas gratis. El capitalismo y su corrosiva ansia de poder estaba en la oscuridad. Afortunadamente. Porque si de niños nos hubiera atraído más un talonario que el balón el milagro mundial de un partido de fútbol no hubiera escrito para la historia los episodios de esos campos, esas playas y esos espacios abandonados donde niños que sólo relamían la pobreza consiguieron que alguien los fichase para llevarlos a pisar césped. Afortunadamente, creemos que el mundo juega a un fútbol que lleva inscrita la palabra deporte, aunque a su alrededor pululen todos los desatinos humanos posibles, desde los espacios de apuestas donde el vicio puede amargar la ilusión hasta un excesivo lamento por la pérdida de tu equipo. Luego, está el interés de un país por lavar ante la historia sus desatinos en justicia, en igualdad de sexos y en actuaciones sociales por lo que consigue como un permiso que le permite levantar los estadios y graderíos necesarios para convocar equipos y aficionados que propaguen por el mundo la alegría del fútbol. Por ejemplo en Qatar.

En eso estamos ahora, en ese momento del año en que el sudor del fútbol se cura con aire acondicionado y el calor de los estadios con viento de temporada y tecnología de refrigeración. Un mundial de fútbol siempre nos ha pillado en verano, de chicos yendo a El Viso a por la televisión, en blanco y negro, de don Manuel el cura, que nos dejaba que la viéramos en su casa, con permiso de su sirvienta Isabel; y de grandes, ya con tele propia, aunque casi siempre para ver los partidos te hayas tenido que ir al bar.

De todas maneras, los mundiales siempre han sido una aventura, con o sin Naranjito, donde los futbolistas se echaban novia por la tele. Me acuerdo del Mundial del 82, el primero que organizó España, que a mí me pilló con trabajo –redactor en La Voz de Córdoba— y con la necesidad de buscar un lugar donde disfrutar de la luna de miel de recién casado. En Puerto de la Cruz de Tenerife me alquilé un apartamento y una televisión portátil para ver un mundial donde España fue casi sólo anfitriona.

Lo del 2010 es otro mundo. Pero nos pilló siendo ya grandes, no como cuando éramos muchachos que hacíamos bolas y jugábamos al fútbol en la ermita, ese espacio que congregaba por las tardes a medio pueblo: a quienes iban a rezar a la ermita, a las mujeres que llenaban sus cántaros de agua, a los pastores que recogían sus ovejas y a los muchachos que acabábamos de echar el partido de fútbol mientras nos tomábamos la merendilla de una pastilla de chocolate o de un cacho de pan con aceite y azúcar. Fueron aquellos primeros balones de nuestra vida, con los que jugó al fútbol toda nuestra niñez. Cuando los mundiales eran una aventura de la infancia.

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