No tengo seguro médico privado. Afortunadamente siempre he gozado de buena salud, en general. Y además siempre he tenido dos cosas claras: la primera, que las cuotas básicas de los seguros siempre tienen muchos peros... Y te incluyen una pedicura mensual, tener habitación para ti solo y alguna cosa más. Que es a lo que voy con la segunda cosa: siempre he tenido claro que si me pasaba algo verdaderamente serio (cáncer, infarto) donde mejor me atenderían es en la sanidad pública. Luego llegó la pandemia y parecía que a los sanitarios los íbamos a subir a los altares. Les aplaudíamos y todo. Bueno, yo no. Creo que aplaudí una semana, luego me cansé de verlos sudar, sufrir, enfermar y morir envueltos en bolsas de basura, con mascarillas de algodón hechas en casa, en turnos agotadores. Alguien dijo que de la pandemia (¿se acuerdan de ella? Fue anteayer) saldríamos mejores. Ja, ja. Ahora resulta que los sanitarios, hartísimos de ser profesionales de usar y tirar, protestan. Y muchos usuarios conscientes de su importancia, de su valor, protestan con ellos. La sanidad pública, esa que tan orgullosos nos tenía hace una década, frente a esos países en los que, por ejemplo, un parto medicalizado sin seguro médico cuesta 30.000 dólares (¡un parto!), ahora resulta, decía, que la sanidad pública es una pieza a abatir. Diez años tarda un médico en acabar su formación: es normal que después de semejante periplo vital quiera tener una carrera profesional y una vida digna. Frente a eso, hoy se le está criminalizando, se le llama protestón, vago y rojo. Qué vergüenza de país. Qué vergüenza de políticos. Qué vergüenza de ciudadanos, también, los que compran ese discurso cateto, falso y malvado. 

* Periodista