Diario Córdoba

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Desiderio Vaquerizo

A PIE DE TIERRA

Desiderio Vaquerizo

Déficit de naturaleza

La imagen actual es de niños y jóvenes sentados en los bordillos con cascos y móvil

Todos los que tenemos ya cierta edad somos bien conscientes de cómo ha cambiado la vida estos últimos años, si bien, como es lógico, conviene ser cuidadosos con los ejercicios de nostalgia porque la memoria tiende siempre a idealizar lo vivido y provoca con frecuencia que cualquier tiempo pasado parezca mejor.

Son días de verano (¡y qué verano...!), en los que muchas personas hacen de la radio su compañera fiel contra la canícula, y es habitual que algunos programas interactúen con sus oyentes preguntándoles por ejemplo cómo lo vivieron cuando eran niños. El perfil del adicto a la radio suele ser talludito, por lo que tales recuerdos tienden a focalizarse en la etapa comprendida en el tercer tercio del siglo XX (entre los cincuenta y los setenta); y no hay que olvidar que, salvo casos traumáticos, por razones muy variadas que no vienen al caso, la infancia es la etapa más feliz de la vida. Pues bien, la coincidencia es prácticamente absoluta: todos destacan de su niñez aspectos como la socialización, la vida en familia, las tardes con los amigos, y de forma muy particular los juegos al aire libre, que contraponen a la imagen actual de muchos niños y jóvenes sentados en los bordillos con los cascos puestos y amarrados a un móvil o una tablet sin siquiera cruzar palabra entre ellos, al menos de forma oral. Una barbaridad, a su juicio, por lo que supone de renuncia al privilegio mayor que le ha sido concedido al ser humano: la capacidad de comunicación (cierto es que ellos lo hacen por otros medios). También, porque se pierden una forma de interacción con los demás basada en la piel, la voz y la vida fuera de casa, determinante en la conformación social del individuo; algo que en el fondo tenemos más que interiorizado. De ahí el éxito rotundo e intemporal de series clásicas como «Verano azul», que nos remueven por dentro provocando en quien más y quien menos una intensa añoranza por la Edad de Oro.

Tales consideraciones no pasarían de anecdóticas si no fuera por que últimamente empiezan a ser también objeto de interés por parte de psicopedagogos, pediatras y especialistas en diversas materias relacionadas con los primeros años de vida, cuando no sólo dependemos del núcleo familiar para subsistir y desarrollarnos en sentido amplio, sino que además maduramos física y psíquicamente, sentando las bases de lo que luego seremos como personas. Pues bien, los técnicos vienen detectando desde hace años en los niños un grave síndrome de «déficit de naturaleza», que condiciona su crecimiento y va acompañado de una larga serie de efectos secundarios, suficientes por sí mismos como para provocar la alarma colectiva: obesidad, falta de atención y de curiosidad, irritabilidad, aislamiento con relación al entorno, incapacidad emocional, pérdida de creatividad, e incluso déficit de vitamina D, con las consecuencias que ello acarrea para el sistema inmunitario, como ha venido a demostrar el Covid19. Muchos padres, para entretener a sus hijos, les entregan un dispositivo móvil que por regla general tiene la virtud de engancharlos y mantenerlos tranquilos y en silencio. Por otro lado, son cada vez menos los progenitores que se molestan en llevar a sus hijos a un parque, o salir con ellos de forma habitual al campo, cuando estudios específicos sobre el tema han demostrado que el nivel de desarrollo, la salud física y emocional de los niños que mantienen un contacto directo y permanente con áreas verdes es muy superior al de aquellos otros que no lo hacen; tanto, que se han detectado aspectos diferenciales en la conformación de sus cerebros. En esto ganan los que viven en áreas rurales frente a quienes lo hacen entre bloques de hormigón y asfalto, víctimas de la contaminación (que tantos efectos perniciosos ejerce en el correcto funcionamiento del organismo infantil), el ruido y un nivel de individualismo muy superior al de los pueblos.

El problema es tan grave, y tan perentorio, que numerosos investigadores hablan ya de «infancia intoxicada», algo que no deja de ser una metáfora, pero sólo a medias. Hoy, ingresan muchos más niños en los hospitales por problemas derivados de alteraciones químicas o accidentes domésticos y de circulación (el coche, como amenaza de primer orden para la infancia) que por caídas jugando o corriendo mientras disfrutaban de la naturaleza, lo que en el fondo supone una inversión de los términos. Y todo lo que tiene que ver con la pérdida de conexión con el medio natural acaba antes o después pasándonos factura; porque no hay sector de la población más vulnerable ante los cambios ambientales y las agresiones químicas --desde el punto de vista neurológico, pero también inmunológico-- que el infantil. Por eso, más allá de rediseñar nuestras ciudades y los centros escolares y combatir el sedentarismo, deberíamos cuidar a nuestros niños permitiéndoles que hagan ejercicio al aire libre, favoreciendo su contacto con la naturaleza, propiciando su socialización, controlando su nivel de exposición a las nuevas tecnologías y logrando en definitiva que vuelvan a trepar a los árboles; siempre, huelga decirlo, que no estén ardiendo.

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