Mi abuela bajó al supermercado. Era agosto. Recuerdo el olor a césped y el griterío de los niños que iban temprano a la piscina. Desde mi ventana podía ver los rectángulos azules y los cuerpos borrosos. Parque Figueroa. No quise acompañarla, aunque solía hacerlo. Con una mano envolvía mi mano carnosa, con la otra arrastraba un carro de la compra que recuerdo gris. Los veranos, hasta que llegó aquel verano, eran verbenas blancas y días interminables. Cuando volvió de sus mandados le dijo a mi madre que tenía un cardenal en el pecho. Que mi hermana, que entonces tenía tres años, le había dado una patada jugando, pero que ya hacía tiempo y el moratón no se iba. Que ya hasta le dolía tirar del carrito. Mi madre le pidió verlo. Ella se sacó el bambito por la cabeza y se quitó el sujetador. Cayeron las tetas de mi abuela sobre su vientre como dos aves desmayadas en pleno vuelo.

Mi madre le tensó la piel buscando el hematoma, pero encontró algo terrible, lo sé porque un relámpago cicatrizó sus labios. Tengo la mirada de mi madre encerrada en el corazón. Recuerdo perfectamente, lo he hablado muchas veces con ella, su silencio, tan de repente. El tobogán de su garganta. La impostada naturalidad. «Estos golpes son delicados. Mejor que lo vea un médico», le dijo, mientras mi abuela se volvía a vestir. Yo tenía ocho años. Aquella mañana descubrí, por casualidad, el dolor. No ese latigazo en la sien, no la carne abierta en la rodilla, no la gota de sangre inflándose sobre la piel; sino una angustia árida y desconcertante, como un descampado eterno.

Llamo a mi madre antes de escribir estas palabras para que llene con sus palabras los huecos de mi memoria infantil. «Esto fue en verano, sí. Primeros de agosto. Al verlo ya supe lo que era. A finales de mes ya sabíamos que su pronto adiós era inevitable. En septiembre nos fuimos todos a Tenerife, que era la ilusión de tu abuela. ¿Te acuerdas de ese viaje?». Lo recuerdo. Me monté en un camello. Me daba miedo el volcán. A mi hermana le dieron una bolsa de cacahuetes en el avión porque no paraba de llorar antes del despegue. En lugar de hacerme el fuerte, yo también debería haber llorado, pensé, porque quién podría decir que no a un puñado de cacahuetes. «En octubre ya estaba muy enferma y a finales de noviembre se fue. Os recogí yo del colegio. Os compré chucherías. Dejé que os las comierais todas, os pregunté por vuestro día... y luego os dije que la abuela se había ido al cielo. Llorasteis hasta casi quedaros dormidos. Y yo con vosotros, abrazados sobre la cama».

Aún me siento en las rodillas de mi abuela, en una silla de plástico, en la plaza, viendo como bailan las niñas de la Escuela de Danza en las fiestas del verano. O comprando tomates en la Corredera. Riéndose a carcajadas. Diciendo «cipote». O apretándome contra su cara. «Mi ratón gigante», me llamaba. Y su teta: Blanca, roja y morada, como una bandera que anuncia la retirada. La teta de mi abuela, su teta matriarcal y generosa. La reina de todas las tetas. Su caballo de Troya. Teta canónica, universal, genuinamente mía. Una teta que fue una despedida y mi calor en la mejilla de mis pueriles inviernos.

No recuerdo, sin embargo, la teta de mi madre, aunque mi madre sí recuerda los mordiscos que le daba con las encías. Luego, ya de mayor, llegaron las tetas del júbilo. Las de Cristina, blanquísimas, candorosas. Las de Carla, picudas y dulces. Las de Mar, sencillas y pétreas. Las de Valentina, siliconadas y ajenas. Las de Ana, excesivas y séricas. Estoy harto de ver tetas. Es un decir, es obvio que hablo de una hartura relativa. No entiendo tanto revuelo. La exageración hace la vida más interesante. La canción de Rigoberta Bandini es maravillosa. No sale de mi cabeza. Se la canto a mis hijos e improvisamos coreografías en el salón. Habla de tetas con la hondura que estas merecen. La reivindicación se ha convertido en la nata espurreada sobre los postres. A quien le moleste una teta le molesta el mundo. Esto no debería ni explicarse. Pirámide blanda y suburbial, motor de todas las cosas. Tetas futuras y presentes. Tetas pasadas, tetas imaginarias, tetas como escafandras de buzos del XIX. Tetas cercanas, lejanas y cósmicas. Tetas que son constelaciones de diamantes, estrellas rosadas, tetas en cualquier parte. Nuevas tetas en cuerpos antiguos. Tetas hermosas que la naturaleza no dio pero que nos regaló la ciencia. Tetas que serán ataúd pero que fueron cuna. Tetas rodando por el escenario, tetas descocadas y etílicas. Tetas modernas, tetas primeras. Tetas ajenas al tiempo, tetas boreales. Tetas ofrecidas en exclusiva a dios. Tus tetas, por supuesto, y las tetas de nuestras abuelas. Y las tetas de mi compañero de pupitre, y las tetas que quizá algún hijo mío sujete entre sus labios, batalla de pétalos, en el asiento de atrás del coche que le habré prestado para ir al cine. Y cuatro tetas girando estrujadas como un kebab lascivo en la cama de un hotel y que todos los días sean el día de las tetas. Y el amor que merecen, y la arquitectura de mujer que las eleva. No sé si Bandini ganará Eurovisión, pero en mi casa escucho su canción de pie, como un himno hacia todas las tetas que en nuestra vida fueron.

*Escritor