Hace unos veinte años un conocido me dijo que se disponía a hacer el Camino de Santiago. Le acompañaría su hijo mayor, tierno preadolescente por aquel entonces. ¿Sus razones para calzar las botas de peregrino? No le movía el fervor religioso; tampoco el disfrute del paisaje; su interés por el estudio de las rutas jacobeas era igual a cero. Confesó que lo que de verdad le impulsaba a emprender tal aventura era el deseo de que su retoño recordara en el futuro los pormenores de aquel viaje compartido; se refería a un futuro lejano, un tiempo borroso en el que él ya no estaría en este mundo. Al poco me mudé de ciudad y no volví a verle, así que no sé si ese proyecto llegó a realizarse.

En el fondo, pese a nuestra mediocridad, todos deseamos ser inmortales, incluso si nuestro destino es el de ser unos inmortales mediocres. Contra toda evidencia, preten-demos seguir existiendo después de nuestra muerte, aun en esa forma vicaria que es el recuerdo de quienes dejamos aquí. Como los faraones construían pirámides para eternizar en piedra su figura, así este conocido anhelaba seguir vivito y coleando en la memo-ria de su hijo. ¿Me burlaré yo de él? ¿Qué padre no se ha visto tentado alguna vez de hacer algo parecido? Me imagino a este buen hombre esmerándose durante todo el camino en provocar en su hijo «efectos» imborrables, profiriendo máximas cargadas de una honda sabiduría, declamando frases hermosas frente a hermosos arroyuelos... una vanidad condenada irremediablemente al fracaso, pues lo más seguro es que aquel muchacho le recuerde por cualquier otra cosa, no por lo que a él le interesaba y para lo que tanto se preparó: tal vez su modo de abrir las latas de cerveza, sus pedorreas matutinas o el absceso que una vez le reventó en el cuello. Lo malo de interpretar un papel (si es que no lo andamos interpretando siempre, como afirmaba el sociólogo E. Goffman) es que no sabemos, cegados por las candilejas, qué ve el público al otro lado del escenario.

Además, aunque nos resistamos a pensar en ello: solo es cuestión de tiempo el que también nuestros hijos abandonen este mundo. Hoy me he acordado de aquel cono-cido y de su anunciado viaje a Santiago, y le escribo ahora, desde la distancia, lo que entonces no pude decirle: que no habrá ningún egiptólogo habilitado para desentrañar esos tesoros que -con tanto mimo y tanta premeditación- se disponía a depositar, a través de su vástago, en la memoria de las generaciones venideras. Su hijo se irá de aquí, y el hijo de su hijo, y todas las ramas de ese árbol que alguna vez fue. Las pirámides también se desvanecen, y el olvido es más corrosivo que la arena del desierto.

** Escritor