Cada día sabemos, con mayor probabilidad de certeza, que los seres humanos, habitantes del planeta Tierra, somos una rara singularidad cósmica, muy difícil de repetir en otras galaxias y, también, los animales más crueles de la evolución, aunque los antropólogos, resaltando la racionalidad atribuida a la especie, nos llamen homo sapiens.

De dicha cruenta realidad no dejó dudas el siglo pasado, con dos Guerras Mundiales que superan, en víctimas, las marcas logradas por Gengis Kan. Por tanto, resulta inverosímil que en Europa, con la excepción balcánica, ya hay más de 5 generaciones -Julián Marías sostiene que cada generación dura 15 años- cuyas vivencias no han conocido los desastres de la guerra.

Ahora bien, dicho oasis de paz, no ha borrado la evidencia de la crueldad humana que nos convierte en individuos que no matan por instinto de conservación -tal les sucede a las otras especies animales-, pues lo hacemos, muchas veces, con premeditada crueldad. Si recorremos la historia a uña de caballo nos encontramos con crucifixiones, empalamientos, sacrificios rituales para calmar la ira de los dioses, mazmorras, despellejaduras en vivo, la horca, esclavos hacinados en bergantines, autos de fe, guillotinas, paredones patrióticos, cámaras de gases, ‘Hirosima mon amour’... y un largo etcétera de terror que, en nuestro tiempo, ha desembocado en ataúdes con forma de patera y en la violencia machista, cuya máxima expresión es el crimen vicario que da muerte a los propios hijos para que la madre sufra, mientras viva, los efectos de la más cruel venganza. En definitiva, hay menos guerras, pero no disminuye la crueldad esencial en sus más variadas facetas.

Por eso, historiadores, psiquiatras, sociólogos, psicólogos, politólogos y gentes de bien se han preguntado por la causa originaria de la crueldad que afecta a aquel mono evolucionado que, tras vivir por las ramas durante millones de años, se bajó de los árboles para caminar erguido e inventar la palabra, la mejor manera de relacionarse con sus semejantes.

Se barajan numerosas hipótesis y teorías para tratar de entender la inhumana crueldad de los humanos. Han escrito que dicha crueldad la origina el temor a perder el poder, esa energía que, emparentada con la soberbia y la egolatría, es capaz de eliminar, incluso matando refinadamente, a los que impiden -en público o en privado- su totalitario ejercicio y que, en situaciones de extremo absolutismo imperial, llegaron a entronizar a la guerra como un deporte dinástico.

También, se ha querido explicar la crueldad humana, argumentando que, en ocasiones, nace porque a numerosas criaturas, dotadas de un firme criterio, les resulta ontológicamente inasumible que, angustiados por la realidad, seamos «seres-para-la-muerte» (Heidegger) que hubieron de abandonar una vida eterna en el Edén, en el Paraíso Terrenal, porque la primera mujer, incitada por una diabólica serpiente parlanchina, convenció al primer hombre para que comiera fruta del único árbol prohibido, Culpa de la que no hemos podido librarnos los sucesivos entes humanos, que, ocasionalmente, traducen en crueldad su eterna frustración: tener que morir. Un estado de ánimo semejante a ese terror a la muerte que, como una trampa insalvable, recorre toda la soledad novelada del tierno y generoso Gabo García Márquez. En resumidas cuentas, una hábil y discutible teoría que se halla en desacuerdo con los místicos profundos, los cuales, al esperar con impaciencia un perdurable vivir celeste, mueren porque no mueren.

Así, sucesivamente, encontramos múltiples explicaciones, poco satisfactorias, de la cruel ferocidad humana, pues resulta difícil entender que el rey de la creación sea, históricamente, más cruel que el rey de la selva.

* Escritor