Si algo queda en evidencia tras la lectura del último libro de Carlos Fresneda, ‘Ecohéroes...’, es que la Tierra se comporta como un organismo vivo y tiende al equilibrio, ese que nosotros nos empeñamos obstinadamente en romper. «Hemos sido unos pésimos gestores del planeta, alterado los ecosistemas y la atmósfera hasta el punto de poner en peligro las condiciones que hacen habitable la Tierra», afirma el biólogo Paul Elhrich. Tal es así, que «si no encontramos una mejor manera de vivir en él, combinando el intelecto, la compasión hacia las otras especies y la preocupación por las generaciones venideras, nosotros mismos estaremos entre las especies extinguidas». Son palabras de la primatóloga Jane Goodall, de solvencia y credibilidad internacionales más que contrastadas. Solo en los últimos cuarenta años la Tierra ha perdido el 58% de su biodiversidad, y de los ocho millones de especies animales y vegetales que existen hay un millón en peligro inmediato de extinción (según Edward O. Wilson, se extinguirán antes de que termine este siglo). Por su parte, el gran corazón azul que conforman mares y océanos acoge cada año ocho millones de toneladas de plásticos (en 2050 podrían superar en volumen a los peces), causa a su vez de la muerte de cien millones de animales. El mar es un gran regulador del clima, y el 70% del oxígeno que respiramos proviene de él; no cuesta, por tanto, imaginar lo que su destrucción puede suponer para la vida humana y animal. En este contexto cobran plena dimensión afirmaciones tan rotundas como las del físico, filósofo y ‘pensador total’ austriaco Fritjof Capra: «La economía no puede crecer indefinidamente en un mundo finito. El único crecimiento ilimitado es el del cáncer, que acaba matando al organismo...».

Los geólogos han llamado a nuestra época Antropoceno, debido a la incidencia del hombre sobre el planeta. De momento, según a quien se acuda, marcan su inicio de forma convencional la primera prueba de la bomba nuclear en 1945 o el registro sedimentario de los isótopos radioactivos en 1952, pero lo cierto es que ese momento preciso del arranque (estratotipo o «clavo dorado»), uno de cuyos fósiles es el plástico, queda aun por fijar científicamente. Hemos modificado el 75% de los ecosistemas terrestres y el 66% de los marinos, y como síntoma alarmante de todo ello el 60% de las enfermedades que hoy padecemos son zoonóticas, es decir han sido contagiadas a los humanos por animales (caso del Ébola, el sida, o el propio covid-19). Todas las voces coinciden en afirmar que el cambio climático evoluciona mucho más rápido de lo calculado inicialmente -su impacto en la economía mundial puede alcanzar en breve entre el 5 y el 20% del PIB, mientras que limitar las emisiones rondaría sólo el 1%-, que el problema es de dimensiones sobrecogedoras, y que la responsabilidad prácticamente exclusiva es del ser humano y de su carácter agresivo con relación a la naturaleza, por lo que le corresponde a él cambiar perentoriamente el rumbo y re-naturalizar su vida si no quiere perecer en el intento. Es el reto del siglo para nuestros gobernantes, que siguen sin estar a la altura, no hacen sino dar bandazos mientras confunden el todo con la parte o priman ideología sobre capacidad ejecutiva, y no ven más solución que freír a impuestos al ciudadano, sin entender que se precisa una respuesta integral y unánime.

«Un edificio tiene que ser como un árbol, capaz de producir oxígeno y absorber carbono. Y una ciudad tiene que ser como un bosque, capaz de respirar y nutrirse del sol», afirma el arquitecto estadounidense William McDonough, en una perfecta síntesis de urbanismo y naturaleza. Y, entre otros puntos de apoyo, tan ardua tarea habrá de sustentarse de manera preferente en la educación. Así lo reconocía ya hace algunas décadas la keniata Premio Nobel de la Paz 1994 Wangari Maathai, la ‘Madre de los Árboles’: «Si la educación significa algo, no debe alejar a la gente de la tierra, sino infundirle el respeto hacia ella». De ahí el éxito de las escuelas que centran en la naturaleza sus programas de estudios holísticos, ecológicos y transversales, y explican biología, matemáticas, ética o economía a partir de un contacto íntimo con el entorno.

«A medida que invadimos los ecosistemas forestales... y manipulamos plantas y animales para obtener ganancias, estamos creando las condiciones para nuevas enfermedades», afirma Vandana Shiva, activista india defensora a ultranza de la conservación de las semillas tradicionales y el acceso libre a ellas por parte de los agricultores de su país. Aterrador..., pero también realidad palpable que, como ha demostrado la crisis del covid, amenaza seriamente con destruirnos. De ahí la urgencia por recuperar la armonía con la naturaleza sin más agresiones; en un acto de rebeldía y de esperanza que debe potenciar las acciones globales al tiempo que aleje cualquier amenaza de manipulación política o totalitarismo; porque «un lugar en el que no cantan los pájaros al amanecer, es un lugar sin futuro» (G. Hempton, ecologista americano).

*Catedrático de Arqueología de la UCO