Me gustaría pensar que la frase famosa, en algún momento, podría ser verdad. Me gustaría creer que saldremos más fuertes después de esta paliza. Y no lo digo, en absoluto, refiriéndome al eslogan político que se quedó vacío desde ese mismo instante en que fue pronunciado, justo al extenderse sobre el aire con voces campanudas: no me refiero ahora ni al vendedor de humo ni al pirómano. Estoy hablando de cómo nos sentimos, de si en algún momento de estas últimas semanas, por poner una referencia temporal próxima, al comenzar el año, tras todo lo vivido individualmente y en común, ha habido un momento en el que nos hayamos reconocido, de verdad, más fuertes que si no hubiera ocurrido todo esto. Desde luego, es cierto que nos estamos curtiendo, nadando en un barro que se vuelve plomizo por agotamiento. Tenemos las heridas por dentro de los labios, en palabras no dichas, con muescas de silencio. Llevamos ese lastre que nos carga las conversaciones, incluso por teléfono, incluso por wasap. Todo se ha vuelto ya demasiado pesado. Todo ha ido perdiendo esa intensidad que tienen las expresiones sinceras: incluso la lealtad de ese mutismo, que siempre nos enfrenta con nuestra íntima verdad, a veces nos parece que se ha quedado hueco. Es una sensación: esa carencia. O no es exactamente una sensación, ni el rastro de un instinto, sino directamente una certeza. Como si tanto tiempo acumulado de pérdida, desde hace ya dos años, entre la declaración de la pandemia, el confinamiento, la falsa victoria y todos los oleajes sucesivos, con múltiples variantes, nos hubiera ido desgastando con morosidad, y con alevosía. Porque no estábamos preparados ni para esta lentitud, ni para el apelmazamiento de las relaciones personales, para este cuerpo a cuerpo que de pronto se rompe y se señala como un riesgo seguro. Ya no es la gripe del ómicron, no es su riesgo realista, sino la aspereza amontonada en nuestra forma de mirar el mundo.

Resistimos en una permanente huida hacia delante, porque ya no hay tiempo de mirar atrás. Es más, no nos conviene. Huimos, repescamos las horas del futuro que nos quedan dentro de lo soñado, y a eso lo llamamos avanzar. Es la aceptación: ahí está todo. Porque nos va cambiando cada cinco minutos y es imprescindible entender eso: ninguno de los planes que habíamos proyectado, ni tampoco el instante sucesivo, puede asegurarse de antemano. Todo muta y cambia porque la propia existencia se nos ofrece ya como una variante más del virus, interna y concienzuda, como una tensión menos borrascosa de lo que nos gustaría, mucho más apremiante por desgaste, que se vislumbra con nocturnidad. Seguimos adelante en esa huida como los hombres grises de Momo dentro de su silencio: con una ruta escrita hacia la próxima estación, pero atenta a los nuevos disparos del azar. Quizá el error estuvo, antes de la pandemia, en creer que podíamos regirnos por unas ciertas pautas más o menos predecibles; hemos descubierto que la suerte está echada antes de que giremos el tambor, para luego pasarnos el revólver. El disparo del próximo minuto.

Está muy bien la famosa frase de Nietzsche: tan bien como todas esas frases que nos gustan porque impactan de frente, aunque no sean verdad. Aquello que no te mata no te hace más fuerte: sencillamente, no te mata. Pero nada te garantiza cómo vas a quedar después de la embestida. Es más: precisamente son las consecuencias, esas otras secuelas invisibles, las que pueden matarte lentamente. Así que siguiendo con la analogía -aunque, en realidad, hablemos de lo mismo-, de todo esto no sabemos si saldremos más fuertes, pero sí que saldremos. O no. En cualquier caso, tenemos que seguir, porque rendirse no puede ser una opción. Y hay una lucha interna dentro de nosotros por volver a ordenar nuestro afectos: especialmente, la forma de encontrarnos para que la emoción no se nos quede dentro. Todo eso muta, todo eso va y viene, pero deja su rastro de tiempo no vivido.

Así que ánimo. Al final, es casi un eslogan que lo contiene todo. No saldremos más fuertes, pero sí saldremos. Pero hay daños, muertes y derrumbes que ojalá se hubieran evitado. Pérdidas que debemos ir asimilando mientras encadenamos nuestros pasos siguientes. No, en absoluto creo que salgamos más fuertes de todo este cansancio, de todo ese aluvión de ritos apagados, sino más conscientes de una fragilidad que también nos define. Porque esa debilidad nos ofrece su brillo de verdad, cada vez más conscientes del amor que necesitaremos para seguir viviendo.