Puede reconocerse cierto esnobismo en eso de comentar la película del momento, pero hay que reconocer que ‘No mires arriba’ se ha convertido en la comidilla de muchos cenáculos, y no solo de cinéfilos. Para empezar, cuenta con un reparto estelar -chiste fácil, teniendo en cuenta que el verdadero protagonista es un cometa-, recordando su cartelera al elenco de los largometrajes de catástrofes de los años setenta.

Y es que aparte de una efectiva campaña publicitaria, flota una morbosidad para contemplar este filme. Entre ellos, enfrentarse a un Di Caprio pusilánime, con los devaneos de un cuarentón casado y afiliado a la gordura para aparentar normalidad en las precuelas del cataclismo. Y no menos el regusto de Meryl Streep de interpretar a su némesis, ocupando el Despacho Oval, atusándose una gorra trumpera e inventando un lema de astracán para conjurarse frente a lo inevitable. Porque el argumento pende sobre el impacto de un cuerpo estelar sobre la Tierra, dos veces más grande que aquel que colisionó en Yucatán para que le dijésemos ‘au revoir’ a los dinosaurios. Precisamente, el acento francés es el que rehabilita la aldea gala, pues el único temor de Astérix y sus paisanos es que el cielo cayera sobre sus cabezas. Es también la advertencia del yin y el yan de todas las cosas, pues si ese cometa que iluminó a los Magos de Oriente y favoreció la inspiración de Giotto hubiese desviado su trayectoria, poniendo la mirilla en nuestro planeta, quizá no hubiese pesebre que adorar, ni tiempo para que otras religiones depositasen su credo en una piedra negra.

Adam McKay, el director de la película, pensó inicialmente en el cambio climático como línea argumental de esta comedia negra. Pero quizá desistió porque este factor ambiental viene a ser como la enfermedad profesional en el ámbito de la prevención: la masa se relaja en todo lo que no sea cortoplacismo. No hay mejor zarandeo de conciencias que el accidente, y más si lo figuramos como un celestial y mastodóntico pedrusco. ‘No mires arriba’ es el revisionado de las fábulas clásicas, amoldado a esa tiranía de nuestros tiempos, que mezcla en la coctelera la adicción a las malas noticias con la irrefrenable necesidad de edulcorarlas; la emboquillada entronización de la ciencia con la exasperante expedición de licencias de imbecilidad. Hay un hermanamiento con el tapujo colectivo del ‘Traje nuevo del emperador’ y la eterna pedorreta a las macilentas profecías de Casandra, salvo que aquí no se mata directamente al mensajero -astrónomos, por más seña-, sino que se le empacha con letales dosis de buenismo. Ello entronca con la categorización de la perífrasis como un signo de nuestros tiempos; esa palmaria obsesión de estos gobernantes de jugar al ‘Tabú’, eludiendo de su discurso político todo aquel vocabulario que pueda devaluar su triunfalismo.

Tampoco se escapan de esta sátira los medios informativos, focalizados en la inquietante blancura dental de los presentadores; un brillo que idiotiza por su perfección y que parece sacralizar todo mensaje que salga por aquellas bocas, ya se trate de una solemne memez. Y, claro está, la aristocracia chunga de la ciencia, la que mediatiza con fines abyectos la vanguardia del conocimiento e identifica toda fuente y sed de salvación en el advenimiento del algoritmo. Mirar arriba siempre ha sido una fuente de superación para los humanos, desde que comenzaron a guiarse por las estrellas. Y esperemos que siga siendo así, para que ninguna de ellas caiga sobre nuestras cabezas.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor