La ciudad de Córdoba es, sin chovinismo de ningún género, uno de los yacimientos arqueológicos más grandes, completos y exigentes de España (también de Europa). Cuenta por otra parte con una provincia de enorme potencialidad en el mismo sentido, que en estos últimos años ha decidido apostar mayoritariamente por su legado material, haciendo de él recurso de primer orden y seña de identidad; si bien, cuando hablamos de ciudades y territorios históricos no cabe sólo hablar de arqueología sensu stricto, sino también de patrimonio en sentido amplio, un concepto transversal y holístico que necesita de una filosofía muy clara a la hora de ser gestionado, de mecanismos perfectamente tipificados y bien capaces de potenciar su carácter multivocal, sus múltiples capacidades, y su carácter definitorio.

Precisamente por su dilatada historia y sus características como yacimiento urbano, de extensión, potencia y complejidad inusuales, y por más que alguno de dichos aspectos pueda ser matizable según el momento, Córdoba ciudad representa un ejemplo arquetípico de todos los males que han aquejado a la arqueología andaluza desde que a mediados de los pasados años ochenta tuvo lugar la transferencia de competencias en materia de patrimonio desde el Gobierno central a la Junta de Andalucía y, casi enseguida, el inicio del pelotazo: enfrentamientos sostenidos entre las administraciones responsables del patrimonio, casi siempre de diferente signo político; indefinición en cuanto a los requisitos exigibles para ejercer la profesión de arqueólogo; ausencia de un proyecto sistemático de ciudad; caos metodológico; escasa cualificación de los profesionales actuantes; descoordinación entre los diversos agentes implicados; rigor insuficiente en los proyectos, las intervenciones y las memorias de excavación; laxitud en los controles oficiales; discrecionalidad en las decisiones; destrucciones masivas, etc.

Todo ello ha dejado en evidencia una falta de correspondencia entre los trabajos de campo y la publicación de la información obtenida, entre gestión e investigación -o, lo que viene a ser lo mismo, techné y epistemé-, entre lo instrumental y lo heurístico, entre la inversión y las pérdidas. Han sido años de vorágine excavadora, en los que se ha destripado buena parte del gran yacimiento cordobés sin que la exhumación de archivos, la recuperación de material, el rigor en los datos, la interpretación histórica, la conservación e integración de los restos, la planificación, y, mucho menos, la musealización o la incorporación del escaso tejido patrimonial no arrasado en el discurso turístico y socio-económico de la ciudad hayan corrido paralelas. Así las cosas, es fácil entender que la percepción de la arqueología en Córdoba siga revistiendo tintes negativos. Se explica, pues, que exista cierta unanimidad en cuanto a la necesidad, la urgencia y la conveniencia de un Plan Estratégico consensuado y con vocación de permanencia, que cada nuevo equipo de gobierno municipal pueda completar o matizar conforme a sus líneas ideológicas o sus prioridades, pero que tenga una base común, objetivos compartidos y un trazado suscrito por todos. Esa, sin duda, es la clave.

En ese marco, alcanzaría todo su sentido la creación de un Consorcio de la Ciudad Monumental, Histórico-Artística y Arqueológica de Córdoba a la manera del que ya existe en Mérida, y/o de un Instituto Universitario de Arqueología y Patrimonio similar al Instituto de Arqueología o al Instituto Catalán de Arqueología Clásica, ubicados en Mérida y Tarragona, respectivamente, que con mayor afán de globalidad y sin afanes excluyentes trataran de coordinar la gestión patrimonial en la ciudad, al tiempo que apostaran decididamente por la investigación, la conservación e integración de los nuevos logros en la oferta global de la urbe, la correcta difusión del conocimiento generado, la creación de empleo sostenible y la descentralización turística; siempre, en colaboración estrecha con los otros entes o instituciones con competencias en los temas patrimoniales que ya puedan existir. Son objetivos ambiciosos, pero factibles. Hablo de un organismo de carácter público, transversal, apolítico y con financiación múltiple y mantenida en el tiempo que no lo limite a los consabidos ciclos electorales; que nazca con vocación intemporal, para lo que requeriría únicamente de voluntad política, acuerdo, planificación y optimización de recursos; que pueda planificar al margen de toda presión externa no estrictamente técnica o de interés común, y que defienda y potencie nuestro acervo patrimonial, contribuya a la cohesión social, cree estructura y riqueza y genere valor simbólico y orgullo ciudadano. Para evitar más proyectos fallidos, tal iniciativa habría de contar con el apoyo de todas las entidades implicadas en temas de patrimonio -que podrían aportar una financiación anual de carácter regular-, de colectivos profesionales y sociales, y, por qué no, de la empresa privada. Todo un reto de futuro, al que Córdoba, sin embargo y de forma incomprensible, se sigue negando.