Aparte del mantra procesional por la Gran Vía, una de las más interesantes exposiciones que ahora mismo puede visitarse en Madrid es la programada en el Centro Fernán Gómez para homenajear la obra de Francesco Sabatini. La excusa, el trescientos aniversario del nacimiento de aquel arquitecto que remodeló la imagen de Madrid; la mano ejecutora del espíritu racionalista e ilustrador de Carlos III. La impronta de esos nuevos aires puede encontrarse en la escalinata del Palacio Real, un calco del Palacio de Caserta, para conectar el Reino Napolitano con el de España en el monarca tildado como mejor alcalde de Madrid.

Del inframundo de la Villa ha surgido parte de una obra de Sabatini desaparecida: las arquerías del cuartel de San Gil, en su día Palacio ocupado por Godoy. Las obras de remodelación de la plaza de España han desenterrado este vestigio, la piedra como contraste de la provisionalidad. Porque la Ilustración de Carlos III trajo eso, una mayor derivación de la pompa hacia las construcciones efímeras -abundaron festivos arcos de Triunfo de cartón piedra, aunque se perpetuaron otros como la Puerta de Alcalá- dedicando más la cantería a empedrar las calles y sanear las cañerías. Paradójicamente, la cronificación de lo efímero ha sido una sabia manera de burlar el tiempo. Ahí están las carrocerías de poliespán de las romerías o de los Magos de Oriente; o la arquetípica autodestrucción de las fallas.

El año que abandonamos podrá recordarse como burlonamente efímero. Entre otros motivos porque ha estirado insospechadamente una pandemia que nuestra soberbia creía amortizada. Hemos sufrido el carrusel emocional de otros antecesores en estas plagas centenarias, encomendando en esta ocasión más los exvotos a la ciencia que a las palmatorias, aunque con una persuasión alicortada por egolatrías e improvisaciones políticas. Hemos presenciado una dramática lección de geología. La erupción de un volcán es la mesa de disección de los dioses, y el de la Palma ha sido una magistral demostración de que son los derrubios de material incandescente los que conforman los caprichos de un cono volcánico. La fehaciente constatación de que a la naturaleza le despiporran los planes urbanísticos; pero al mismo tiempo la eficaz salutación de las edades del hombre con estas furias internas del planeta. Y ello se jalona en el letal pasmo de Plinio ante el Vesubio hasta la coreografía cenital de los drones en el Cumbre Vieja.

Este fue el año del ignominioso retorno de los talibanes; de un presidente norteamericano que quiso ponerse como Fernando VII, haciendo a unos descerebrados con gorro de bisonte sus particulares hijos de San Luis. Para nuestro terruño, la Base Logística irrumpe como un milagro berlanguiano. Y entre los muchos obituarios, la nota a pie de página del adiós a Ágata Lys, haciendo de la testosterona el Grial de un tiempo que ansiaba orear la represión.

En las postrimerías de un año que fue un gatillazo de euforia se ha puesto en órbita el telescopio Webb. Su visión infrarroja va a permitir resucitar estrellas muertas, remontándose casi casi a la imaginería del Big Bang. Burlarse del pasado o dulcificar la tiranía del tiempo es la sarcástica recompensa a nuestra curiosidad. El Madrid de Sabatini... Diciéndolo en castizo, lo efímero adelanta que es una barbaridad.